Me consternaba la estatua de la chica abriendo una puerta sobre su tumba: un homenaje que su madre quiso hacerle después de descubrir que el ataúd tenía la tapa corrida, después de que nadie escuchara sus gritos; cuando despertó, inútilmente, en la oscuridad absoluta. Cuando volvió a morir de espanto y de ahogo.
Y, como si mi consternación no alcanzara, mi abuela contaba la historia cada vez que pasábamos por ahí, cada domingo, cada ocasión en que se hablara de la muerte. Y de los muertos mal enterrados. En el relato se ahondaban mis fobias: al encierro, a la oscuridad, a las noches sin luna.
Ahora, la muerta es la menor de mis primas. Ocurrió de golpe, sin muchas explicaciones, y a mis fragilidades y a mis ataques de pánico se suman el lazo familiar estrecho, la adolescencia compartida, la pena enorme. La abuela no puede evitar comentar que Virginia tenía la misma edad que la chica de la puerta.
Durante el velatorio, permanezco junto al cajón, impávida ante el coro de llantos. Acerco mi oreja a la nariz de Virginia, vigilo sus manos, la comba de las pestañas, la quietud de los párpados. Quiero asegurarme de que no hay un mínimo hálito de vida en medio de la palidez.
El impacto más fuerte es el de ver el ataúd entrando en la cripta, las puertas cerrándose herméticamente detrás de las flores. Me cuesta respirar. Lloro con tanta fuerza –con tanto miedo- que, desde la administración del cementerio, me hacen llegar un vaso con agua y un sedante. Algunos me pegan cachetazos en las mejillas, alguien me abre la blusa.
Subo al auto del cortejo hacia la salida. Algo queda atrás, como si me llamara. Imagino que es Virginia: me pide auxilio. No puedo decir nada porque, como siempre, me tratarían de loca.
Y en el primer semáforo me escapo. Lloran tanto que nadie ve nada. Retrocedo hasta el cementerio. Soy una sombra que flota sobre las veredas.
Llego a la bóveda y tironeo, desesperadamente, de las cadenas que se unen en un candado. Imposible que cedan. Sin embargo, desde adentro y con su mejor sonrisa, Virginia se acerca a la puerta, logra abrir, me invita a entrar. Tropiezo con las coronas de flores, mido la profundidad de las escaleras. Nos tomamos de las manos y estamos felices, allí, solas, en ese silencio. Sé que acabo de salvarla de la asfixia, del desgarro, de los arañazos en la cara, de todo aquello que vivió la chica de la puerta sin que nadie acudiera en su ayuda.
Desde afuera, con un pañuelo apretado en la mano, la abuela nos saluda a las dos. Llora. Tironea en vano de la puerta.
Cuando da media vuelta para irse, comprendo que yo estuve siempre allí y que, hoy, por fin, Virginia decidió venir a hacerme compañía.