Sonríe Blanca mientras llena una botella de agua y el chatarrero le pregunta igual que esa misma mañana cuando la vio por primera vez cómo puede vivir en ese barrio sola, rodeada de casas en ruinas, vacías, sin nadie con quien hablar. Ella mira la tristeza del pueblo minero por la ventana, la escasa luz que proporcionan las dos farolas del barrio, los postigos cerrados, las viviendas abandonadas que forman la hilera frontal, y hubiera podido describirle la tristeza de las ausencias, el dolor ante los hogares desvalijados, inmóviles como una sombra en aquel año aciago de 1974 en el que cerraron para siempre sus puertas, o frente a la terrorífica imagen de la Central Eléctrica, sus sonidos tenebrosos que podían oírse a kilómetros de distancia. Entonces ve salir de la furgoneta a la muchacha, y piensa que se ha dejado la puerta de su casa abierta y que tal vez esa inesperada visita no parece albergar las razones que barajó en un principio. Oye entonces los pasos detrás, fuertes, decididos, unos segundos que le permiten recordar como fue convertirse en la amante de Fernando, como la protegió los siete años que estuvo allí, que pasó a su lado numerosas veladas durante aquellos largos inviernos entre las sombras nocturnas del piso, oculto tras las cortinas, sigiloso como una serpiente, que la ayudó a sobrevivir y le compró con su propio dinero finalmente la propiedad de la casita cuyo titulo tenia guardado en un cajón de la cómoda. Esa risa terrible se le mete en el alma cuando la mujer irrumpe en la casa, al acercarse con pasos atropellados hacia la cocina. Tiene los ojos ensangrentados, la boca hinchada y el rostro encarnado. Suda en abundancia, luce ronchas de humedad bajo los sobacos del viejo vestido que lleva puesto, y entonces Blanca comprende que lo inexplicable puede suceder. Ve como el hombre se quita las gafas y sostiene un gancho de carnicero enorme y puntiagudo, y sabe que su vida acaba allí. Se da cuenta de que quizá esa joven, la mujer medio idiota que ríe a carcajadas agudas, que agita como una poseída la cabeza sin dejar de gritar mientras se lleva la mano al sexo y saca la lengua de la boca para lamerse sus propios labios, se parece en verdad a ella misma. Luego silba en el aire un objeto y nota la punzada que le abre la garganta, y quizá llega a oír el crujido de sus cervicales y siente la fuerza de ese hombre que la arrastra, el golpe que la cabeza da contra la silla, el incesante riego de sangre que surge mientras los chillidos de la muchacha rompen el silencio inmenso de aquellas casas abandonadas, a menos de dos kilómetros de la vieja Central en ruinas.