Hace ya casi una década que él no forma parte de mi vida y, por suerte, las pesadillas
han ido remitiendo hasta casi desaparecer. La promesa de guardar su espantoso secreto con
tal de conservar mi vida me perseguirá hasta el final de mis días, pero mi hondo anhelo de
pasar página me ha dado fuerzas para salir adelante y fingir una vida normal, pese al recuerdo
en forma de dedo amputado que me quedó la noche que eligió saciar su sed caníbal conmigo.
No había vuelto a probar la carne desde que me supe cómplice involuntaria de sus
macabras prácticas. Lo averigüé justo antes de quedar tullida, cuando me desveló que yo
también había comido carne humana en aquel guiso tan especiado.
También había evitado estar con ningún hombre en la intimidad, pero mis instintos
más básicos habían despertado del letargo y sentía el peso de la soledad. Finalmente me
apunté a una de esas páginas de contactos de las que siempre había renegado. Quería conocer
gente y socializar de nuevo, pero con personas que carecieran de vínculos con mi pasado. Me
había visto forzada a romper con todos mis círculos para cumplir el pacto y no confesarle a
nadie que el dedo no lo había perdido en un accidente doméstico sino que aquel ser cruel me
lo había arrancado de cuajo para devorarlo como un animal salvaje. Aún me estremezco al
recordar el chorro de sangre que manó al tiempo que se disolvía mi consciencia.
Como soy incapaz de mentir a mis seres queridos y amenazó con causarles daño si les
mencionaba sus aberrantes rituales gastronómicos, mi única opción viable para no
condenarlos fue huir.
Las ganas de reconstruir mi vida y un mes chateando con Azrael propiciaron nuestro
encuentro en persona. Yo le había sugerido un restaurante vegetariano, pero insistió en
invitarme a su casa. Mi prudencia me aconsejaba quedar en territorio neutral, pero, por otro
lado, no deseaba desaprovechar aquella oportunidad. Me había contado que era informático y
habíamos hablado en un par de ocasiones. Su voz seductora e hipnotizante despertaban un
lado muy oscuro de mí que no deseaba explorar, pero tampoco podía evitar.
Aquella noche me vestí de manera informal intentando no resultar demasiado
apetitosa. Necesitaba tiempo, conocerle un poco más y estar segura antes de lanzarme a mi
propósito. Sin embargo, en cuanto abrió la puerta y me clavó su mirada lasciva y vacía supe
que nada podría evitar el desenlace de nuestra cita.
Acabamos la cena que con tan poco esmero había preparado y había engullido con
injustificada prisa para pasar a lo que él llamó «el postre». Estaba tan borracho que no me
costó tumbarlo en la cama y, presa de una furia incontrolable, le arranqué la oreja de un
bocado, seccionando el cartílago y succionando la sangre que brotó del lóbulo ⸻¡oh,
delicioso néctar!⸻, constatando que me había convertido en la alimaña que ahora soy.
Desde aquel instante vivo como una eterna fugitiva… en busca de mi siguiente cena.