La bruma sale del comedor del restaurante Lamucca en la profundidad de la noche. Hoy no será una más.
El chef y su ayudante lo saben. Está cerrado al público y esperan a las tres de la mañana, que es la hora señalada.
Martín, el chef, encargado de tan oscura velada, siente su sangre helar a cada latido.
Nunca jamás volverá a significar lo mismo para nadie lo que está a punto de presenciar desde el restaurante elegido como sede de tan peculiar y oscura cena.
Desde las entrañas del alma, Martín vuelve a la realidad. Cuando se presentó como candidato para el puesto, nunca imaginó tan dudoso honor. Para él, era un sueño poder trabajar de esa forma a diario. Ahora tendría lugar su gran prueba, nunca la pidió.
No está seguro si sus pecados quedarán así expiados.
Toda la cocina aparece llena de una densa bruma. Las luces bajadas, unas velas rojas, manteles de color morado, y paredes decoradas de negro, tal como se le ha indicado.
Se asoma con miedo al comedor al percibir un grito contenido de su pinche.
Se hizo corpóreo un hombre vestido de blanco, de aspecto imponente, con una corona en la cabeza y un arco en la mano diestra.
Al otro lado, justo en frente, se materializó un segundo
hombre con cara de ira y mueca violenta. Vestía de rojo y era portador de una espada.
Desde la tercera pared de la habitación, la espesa bruma se transformó en un hombre delgado. Vestía con un negro ropaje, antiguo, como de otra época. En la mano, llevaba lo que parecía una antiquísima balanza.
Por último, presencié volverse corpóreo el humo y materializarse a un hombre vestido de amarillo. Él no llevaba nada en las manos, mas había algo detrás de él, que no podría explicarse… No era de este mundo, no era humano.
Se sentaron a la mesa y comenzó a servir los platos sin levantar la vista. Es lo que le pareció sensato.
Degustaron su variada cena todos, excepto uno que solo fumaba y no probó bocado.
Parecía que se comunicaran por telequinesia, pues cambiaban gestos como si conversaran, como si se entendieran.
En un rincón de la cocina, vi a Ángela, mi pinche, acurrucada rezando, con una Biblia en la mano, ensimismada y llorando. Me acerqué a ella muy despacio, intentando al menos no asustarla, y más después de todo lo que estábamos presenciando.
Ella me preguntó al llegar a su lado si todavía no entendía qué estaba pasando.
Yo le respondí que si se refería que quien estaba dando de cenar no era de este mundo, estaba más que claro.
Con mirada profunda, contestó:
- ¿No lo ves, verdad? - me espetó con rechazó.
-Son los cuatro jinetes del apocalipsis. Están aquí y ahora cenando, esperando por si es este el día, el mes y el año.