En la esquina del fondo de la calle peor iluminada de mi pueblo se alzaba una casa tenebrosa. Los turistas venían de todos los lugares del mundo para fotografiarse junto al edificio más tenebroso del país. Todos procuraban sonreír de espaldas a ese montón de piedras negras, gárgolas y hiedras polvorientas. Aquel lugar emblemático mantenía económicamente al pueblo entero, y precisamente hacía poco se había instalado frente al lugar un vendedor de souvenirs que se dedicaba a esparcir toda clase de rumores y leyendas.
Un día varios coches de policía se detuvieron frente a la casa tenebrosa con las sirenas encendidas. Nadie vivía allí. Los fantasmas tenían miedo de los turistas. Todos los vecinos lo sabían: no podía haber nada verdaderamente problemático en ese lugar. Esta sospecha se vio confirmada cuando los policías bajaron corriendo de sus coches y entraron por la fuerza en la casa del vendedor de souvenirs. Se oyeron gritos de espanto. Un agente salió al jardín a vomitar. Al cabo de un rato retiraban cuatro cadáveres y se llevaban al vendedor esposado y casi a rastras, mientras este gritaba: ¡aquí no hay nada
que temer, no hay nada que temer!