Emilio se aferra a su maletín. Abrazarlo le inspira seguridad, aunque no alivia sus temblores. «Son el frío y la lluvia», se dice a sí mismo, nada extraño en esas noches de invierno. Pero es el miedo lo que le cala los huesos y son pocas las almas que transitan las calles, cada vez más oscuras y encharcadas. Vuelve a la oficina, a recuperar el móvil que se ha dejado en un cajón, en el mismo cajón donde guarda la medicación, el único con llave. Ha salido tarde, por culpa del inútil de su jefe, ansioso por volver a casa. Sin familia, ni amigos, ni otro propósito que reincidir en una existencia solitaria, monótona, vacía... «Por timidez» se dice, igual que a su psiquiatra, igual que le excusaba su madre. Por timidez no replica a su jefe, «pero el día que lo haga...», imagina las cosas terribles que diría... que haría... que sabe que nunca hará.
Llega a un semáforo en rojo, no vienen coches y la lluvia le está empapando. Aun así, se detiene: obediente, sumiso, «COBARDE... tanto, que huyo de un estúpido payaso». Éste le vigila desde hace días. Viste extraño para un payaso: traje formal, de lo más sencillo, de colores lisos y apagados; la corbata igual de vulgar; zapatos discretos, sin desproporciones cómicas. Sólo el maquillaje distingue su oficio, con la cara manchada de negro y blanco. Aparte de la pintura del rostro, la corbata desajustada y su estilo desgarbado, bien podría trabajar en su misma oficina. El payaso suele acecharle por la calle, en la distancia, pero con absoluto descaro. Siempre inmóvil, le observa con sonrisa excesiva, obscena. Esa noche, el payaso esperaba en el metro. Al ver a Emilio, sin dejar de sonreír, se ha lanzado a perseguirle y éste ha echado a correr de vuelta a la oficina.
Se decide y cruza aún en rojo. Llega al edificio donde trabaja, hay una luz en el quinto piso. Es la chica de limpieza, una buena persona y la única a la que aprecia, por ser incondicionalmente afectuosa con él. «Quizá pueda ayudarme», piensa. Entra en el edificio atropelladamente y corre al ascensor. Lo llama repetidas veces, atento a su espalda, hasta que se abre. Entra y marca el piso igual de insistente. Ecos de risas y pasos acercándose le provocan escalofríos. Incide nervioso en el botón, «¡Ciérrate, vamos!». Finalmente le obedece y vuelve a abrazar su maletín con fuerza, tiritando. Cinco pisos después, el ascensor se abre...
- ¡Uf... qué susto, Emilio! No esperaba que... - La mira fijamente, con ojos desorbitados y sonrisa hiperbólica, extasiado. En el suelo, el maletín vacío. En su lugar, Emilio empuña el mango que asoma del vientre de la limpiadora, del que se intuye la hoja considerable de un cuchillo de cocina, atravesándolo. Ella grita, él regurgita una carcajada histérica, descubre el acero de las entrañas y lo clava nuevamente en su abdomen... una y otra vez... una y otra vez...
La mata... entre risas y puñaladas.