Soy fanático de Lovecraft. Me excita imaginar a las descarnadas alimañas de la noche que
veneran a dioses monstruosos y vengativos. Disfruto los deliciosos escalofríos que me
producen los mágicos nombres pergeñados por el Maestro: Yog-Sothoth, Cthulhu, el
Necronomicón, Nyarlathotep, Abdul Alhazred, el árabe loco… De acuerdo: soy un chico
raro. Rehúyo la compañía de los niños de mi edad y prefiero pasarme días enteros leyendo
La llamada de Cthulhu o El horror de Dunwich antes que jugar al fútbol o escuchar
música. Necesito oscuridad y silencio. Las lecturas extrañas y macabras me proporcionan
un placer solo comparable al que otros obtienen realizando actos banales, consumiendo
frivolidades y rindiéndose a la voluntad de la manada. Elijo la visión de un engendro de
afilados colmillos y rechazo la plácida mansedumbre de una tarde primaveral, durmiendo la
siesta a la sombra de un fresno. ¿Les parece un despropósito? Soy anormal, lo admito. Tal
vez, solo tal vez, y no soy un experto en la materia, ya que a mis trece no puedo alardear de
vastos conocimientos en temas psicológicos, el origen de mis inclinaciones podría
rastrearse en la desgraciada muerte de mi padre, cuando yo aún no había cumplido seis
años. Mi madre, una mujer apasionada y muy bella, sobrellevó a duras penas el tiempo que
demoró el cáncer en asesinar a mi amado progenitor. Y apenas habían transcurrido tres
meses desde el momento en que las cenizas fueron esparcidas por el parque cuando ella
trajo a vivir con nosotros a un ser despreciable, un bruto que conoció en la taberna a la que
concurría para apagar con alcohol el fuego que le corroía el alma. Oster tomó posesión de
nuestra casa, dilapidó la fortuna de mi padre y comenzó a hostigarme con un celo digno de
mejor propósito, todo ello ante la mirada bovina de mi madre, que celebraba las atrocidades
de su nuevo compañero de cama sin pestañear. Repito, tengo trece años, pero las lecturas
no me han atrofiado el entendimiento. Comprendo las pulsiones de los adultos, y hasta
cierto punto puedo aceptarlas y disculparlas. Es por eso que busco la evasión en el universo
tenebroso de Lovecraft, infinitamente menos intolerable que la ficticia paz de nuestro
hogar. ¿Dije paz? Ya ni siquiera estoy seguro de eso. En este mismo momento se produce
una inesperada batahola en el piso superior, algo totalmente inhabitual e inesperado. Subo
sigilosamente las escaleras, evitando el crujido de ciertos escalones, me acerco a la puerta
de la habitación de Alina, mi hermana pequeña, y espío por el ojo de la cerradura. La
escena que se presenta ante mí, supera largamente cualquier ficción terrorífica que haya
leído. Oster está acostado en la cama, boca arriba, desnudo; mi hermanita, también
desnuda, a horcajadas sobre mi futuro padrastro, cabalga riendo, y también ríe mi madre
mientras lame los cuerpos de ambos con la lengua fuera de la boca y un brillo demencial en
los ojos.