Mateo Durán fue un taxista madrileño bastante reconocido por sus coterráneos debido al excelente servicio que brindaba. Heredó de su abuelo una propiedad en el barrio de Chamberí y vivía allí solo, aunque soñaba con formar una familia de muchos hijos. En los últimos días de noviembre del año 2014, conducía fatigado y hambriento, hacía su casa. Su plan era llegar y deglutir cualquier bagatela para engañar al estómago y dormir tranquilo. Sin embargo, muy cerca de su morada, se topó con un restaurante de agradable fachada. Lamucca de Almagro era el nombre del lugar. Aparcó en las afueras, se apeó del carro e ingresó; lo recibió una maravillosa barra de mármol de macael. El olor del restaurante le recordaba a sus lugares favoritos de la infancia.
–¡Bienvenido! –Saludó una hermosa camarera de ojos cafés–. Bien pueda siéntese y observe nuestra carta.
Mateo obedeció y después de revisar la carta al derecho y al revés, ordenó un pollo al Curry Thai con arroz blanco acompañado con el vino blanco Bodeguero. La mesera, siempre con una sonrisa, asintió y se marchó.
Mientras esperaba la comida, el taxista observaba con encanto la decoración industrial-vintage, los graffitis, los espejos imponentes que reflejaban su rostro cansado. Lo que más le había fascinado del sitio era la chimenea y la mujer que lo atendía. La comida no tardó más de veinte minutos en llegar, humeante, a su mesa.
–¿Cómo te llamas? –Interrogó Mateo mientras la camarera acomodaba el plato sobre la mesa–. Me gustaría salir contigo.
–Mi nombre es Laura –respondió ella a la vez que vertía vino en una copa– Muchas gracias, pero no estoy interesada. ¡Buen provecho y a sus órdenes si se le ofrece algún tipo de postre!
Desde aquella noche Mateo visitaba el restaurante al menos tres veces a la semana. A veces no iba a comer, solo a beber café o algo de vino y, claro, a contemplar lo hermosa que lucía Laura con ese particular uniforme.
En una de aquellas visitas, después de pagar y subirse al vehículo, el taxista buscó con la vista a la camarera a través de uno de los ventanales. ¡Vaya sorpresa! Laura lo miraba fijamente. Pero más que preciosa se veía macilenta, su cuerpo tenía aspecto de cadáver. Movía una mano huesuda a manera de despedida. Mateo sintió escalofríos y arrancó. La noche siguiente regresó al restaurante y lo atendió un camarero de unos cuarenta años y baja estatura.
–¿Laura no trabaja hoy? –preguntó Mateo.
–Aquí no hay nadie que se llame así –respondió el camarero.
–Ella me atendió en los días anteriores. Seguramente usted es nuevo aquí.
–La única Laura que trabajaba aquí era la dueña de la floristería Bourguignon, negocio que funcionaba en este local antes de que este inaugurara.
–¿Sabe dónde puedo encontrar a esa mujer?
–En el cementerio. Murió hace años. ¿Va a ordenar algo?
Mateo se levantó de la silla con los pelos de punta. Abandonó el restaurante y nadie volvió a verlo por Madrid nunca más.