La paciencia del cazador iba a dar su fruto.
El león comenzaba a surgir lentamente por la linde más lejana del exiguo bosque. Le pareció que, cómplice incluso, su trayectoria buscaba el punto de mira del rifle, detenido en su atalaya desde hacia muchas horas.
La experiencia le ahorró la duda. En cuanto el león estuvo a tiro, presionó el gatillo con eficaz automatismo, aguantó con placer la descarga y saboreó la casi instantánea certeza del impacto. El león se debatió por un instante y cayó tras unos arbustos.
El cazador se incorporó y comenzó a descender. Solo tenía que dejar atrás la colina y atravesar el pequeño bosque, donde habían soltado y guiado al león hasta el lugar pactado. Mientras caminaba, notaba cómo la satisfacción relajaba sus músculos, contraídos por la larga guardia.
“Al fin el león”, pensó, relamiéndose casi. La fiera que le restaba por cobrar. El rincón pendiente en su gran colección de cabezas. Atravesó las sombras del bosque con soltura y pudo imaginar ya la gran fiesta que honraría su hazaña. Vítores, aplausos, exaltadas felicitaciones...
Los últimos troncos comenzaron a dejar pasar la luz y, al poco, la sabana se abrió ante él. Los arbustos esperaban a apenas veinte pasos. Pero no llegó a darlos. Un escalofrío le recorrió la espalda, estallando en su cerebro con un fogonazo sobrecogedor.
El león no estaba allí.
Alzó rápidamente el rifle. Apuntaba por doquier. A todos lados y a ninguno. Era incapaz de respirar, la vista nublada. Sintió ganas de gritar. Fue muy poco tiempo, pero resultó eterno. No había allí nada a lo que apuntar.
El organizador de la cacería llegó entonces en su todoterreno. La sonrisa se le congeló al ver la cara del cazador, que le contó lo sucedido.
-Pero, si el león ha vuelto a su jaula hace tiempo- dijo, justificándose al instante-. A veces sucede. Si están criados en cautividad, nada aquí les interesa.
El cazador, ligero temblor en su mano, balbuceó.
-Pe...pero. Yo lo he visto. Yo he...dispa...disparado y...
-Quizás se trate del síndrome de la espera- sugirió el avezado organizador de safaris, palmeando la espalda del cazador, empapada en sudor-. Tras tantas horas apostado, uno acaba viendo lo que ansía ver.
Lo que ansía ver... Lo que ansía ver...
El cazador se levantó de su sillón, junto a la gran chimenea, y se acercó una noche más hasta la pared de trofeos.
No le interesaba ninguno de los que colgaban, sino el único ausente.
El lugar reservado para la cabeza del león.
Vacío.
Sonrió y sus pensamientos volvieron una vez más a la linde del bosque, a las últimas sombras. Su respiración se aceleró. Al fin acabaría su espera. Aunque su mano nunca había dejado de temblar desde aquel día, tras volver al sillón se concentró para aferrar el rifle, para apretar el gatillo. Sin dudar.
No pudo saborear la certeza del impacto, pero supo que la paciencia volvía a dar fruto.
El miedo se había cobrado una nueva cabeza.