Es más de medianoche. Salvador detiene la camioneta enfrente de una casa de muros grises. Mira a izquierda y derecha. Se asegura de que no haya ningún testigo.
Apaga el radio y guarda el cuchillo ensangrentado debajo del asiento. Espera unos segundos. Quiere estar seguro de que nadie lo ve. Se queda quieto, como si fuera una piedra. No hay nadie.
Luego se mira por el retrovisor. Tiene el cabello castaño en forma de cepillo y embadurnado de gel. La barba poblada y bien delineada. Le da una larga bocanada a su cigarrillo, guiña un ojo y se carcajea.
Se baja de la camioneta. Los árboles se bambolean. Producen un sonido aterrador. Parece que se fueran a caer encima de él.
Salvador se pasa una mano por la frente perlada de gotas de sudor. Se mira la mano izquierda y nota que le ha quedado una mancha de sangre. De inmediato la esconde dentro de su bolsillo, como el avestruz esconde su cabeza dentro la tierra. Vuelve a mirar a izquierda y derecha.
A lo lejos, en el desván de una casa, ve una luz encendida y una sombra asomada a la ventana. Enseguida la sombra desaparece y la luz se apaga. Su corazón se agita. No sabe si se trata de algo real o de una alucinación. Igual ya está fuera del carro y no puede retroceder.
Abre la bodega. La bolsa negra sigue ahí, desparramada. Brilla por la luz anaranjada de los postes. Parece una mantarraya.
Salvador se moja el labio superior con la punta de la lengua y se pasa una mano por el sexo. Tiene el pantalón hinchado. Se lame el antebrazo derecho como un can. Toma la bolsa negra en sus brazos, sube las escaleras y entra a la casa. Con extrema delicadeza, pone la bolsa negra en un sofá.
Adentro enciende una luz amarillenta. Mientras mira la bolsa negra, menea la cadera en el aire, la lleva hacia adelante y hacia atrás, rápidamente, como si estuviera follando. Ya está empapado de sudor.
Le saca el corcho a una botella de vino. Vierte lentamente el líquido rojo dentro de la copa. Le da un sorbo. Luego se toma la copa completa, enciende un cigarrillo y mira la bolsa negra. Sonríe. Está acelerado.
No se puede contener más. Rompe la bolsa con salvajismo. La termina de abrir con los dientes. Adentro hay una niña de cuerpo delgado y piel blanca. Tiene el cabello dorado y los labios carnosos pintados de rojo. Una cadena de oro le cuelga sobre un par de senos protuberantes. Tiene doce puñaladas en el estómago.
Salvador se pasa las palmas de la mano por la cara repetidas veces, cierra y abre los ojos, se pasa las manos por la entrepierna. Se acerca a la niña y le da un beso en los labios. Luego se muerde la muñeca izquierda, la muñeca derecha. Se quita la camisa, se desabotona el primer botón del pantalón y se abalanza sobre la niña.