Ya es casi la hora. Diana y yo hemos decidido escondernos por precaución, aunque no estoy segura de que sirva para algo. Anoche apenas descansamos, envueltas en pesadillas donde el monstruo nos atacaba sin piedad. Lo primero que deja ver son sus colmillos afilados, facas perpetuas que amenazan con destruir la carne a base de dentelladas impacientes. Su aliento es repugnante, tiene aceite de motor en la garganta y viscosas encías que supuran una sustancia blanquecina y maloliente.
Aterrada, temo que me alcance, que acabe acercando esos dedos marrones cuyo tacto promete aspereza y protervia. Procuro no pensar demasiado en él, pues sospecho que es capaz de meterse en mi mente, que deambula por ella con extrema facilidad. Abre cada puerta sin precisar llave, adivinando mis deseos y escogiendo las mejores armas para acabar con ellos.
Es curioso que al mismo tiempo sea capaz de quererle, de sentir que a veces cambia su apariencia como signo de arrepentimiento. Pero sé que es un espejismo, que su siniestra envoltura surgirá de nuevo más hambrienta que nunca, ávida de ruina y decadencia.
Luego, tras masticarme con saña, una ola densa de saliva me arrastrará hasta el pozo donde yace su corazón. En el fondo me gustaría que eso sucediera, pues así comprobaría que posee uno; puede que entre tinieblas y una escarcha mortal, pero corazón, al fin y al cabo.
Resulta inevitable rescatar fragmentos del pasado, cuando todo era distinto. Por aquel entonces no me horrorizaba su presencia ni advertir sus pasos tras la puerta. Me lo imaginaba titánico, pero inofensivo, un ser de extraordinaria naturaleza. Sin embargo, con el tiempo he descubierto que estaba equivocada. Y ahora recorre la casa al anochecer, sellando mi voz a su antojo, amenazando con hacerla desaparecer para siempre.
Ya viene, está al otro lado. Puedo sentir su caótico deambular, tropezando con los muebles y gritándole al televisor. El espacio es pequeño para sus desorbitados pies, aunque encuentra divertido usarlos con el fin de pulverizar cualquier cosa, sin excepción. También a las personas, ese es su pasatiempo favorito.
La respiración de Diana se agita, y la comprendo. Siendo la hermana mayor debería ser más valiente, sonreír y decirle esa mentira que tanto necesita escuchar: «todo saldrá bien, estamos a salvo». Pero el miedo, ayudado de una aguja infectada, me ha cosido los labios y, entre sollozos, acepto que no hay tiempo para falsos consuelos. La bestia gruñe, sus guturales alaridos demuestran que está furiosa, enfadada con el mundo. Y eso significa que también lo está con nosotras.
El tiempo se acaba. Huelo su odio rebotando sobre cada partícula del ambiente, entre grotescas salpicaduras que se aferran a cualquier superficie, como ácido que se ha propuesto devorar hasta la última molécula de bondad intacta.
Tiemblo, lloro, se colapsan las entrañas. El monstruo está a un palmo de sus presas y ríe ufano, satisfecho. Abre entonces la puerta del armario, y susurra con taimada intención:
—Hola niñas, papá ya está en casa.