Los ojos se vencen. Este duermevela, sacramentado Satanás.
El sueño pérfido, no el de los muertos, sino el de los vivos moribundos, relajados en la borrachera del subconsciente. Muerta la inteligencia, la razón, el control, tinieblas lúbricas se apoderan, rendido y poseído…
Atado a la cama sin cuerdas u otras mandangas, sino por el cansancio, magnitud que te cubre con la sabara oscura. La inconsciencia, sin músculos, sin voluntad, y brota tu alma del más allá. Emerge y carcome. La percibes en tus pies, subiendo por tus piernas, por tus tripas, quitándote el corazón, posesionado en tu cabeza, en tu sesera.
¿Me lo he preguntado? Si escondo a la bestia. Y lo más angustioso, ¿qué pretende? ¿qué me reclama?
Sudor que gotea lento, relame el vello inerte y deglute el silencio epiléptico.
Mi cama, sus sábanas recubiertas de mortajas enlutadas y el colchón se hunde en su punto de no retorno. La ingravidez me acontece, alza mi cuerpo, pariendo la negrura. Aterrado, en un pozo ingrávido que entierra, devora la bondad, la piedad, la mansedumbre, y la maldad chilla y grita, pavorosa.
Exudo la ingravidez.
La sombra, los contornos voraces, las fauces de malquerencia, feroces y crueles, configuran la bestia, gota a gota transforma mi piel, mis fibras, mi sudor frío. En una habitación cuadrada, acostado, gravitando en un pozo que se hunde en una sima sin fondo. Negra tumba. Y la bestia mana, brota, revienta lo que soy, rebusca mi ánima para engullirla y vomitar la miserable, la depravada, mi aliento inmoral, satánico. Y exudo al monstruo, a la alimaña.
Abre sus ojos en la pared, en la pared recorta sus formas y se relame de líquido amniótico, de abuso y de vicio que gotea por su cuerpo. Y mis fluidos vitales son absorbidos por su lengua ectomorfa, bífida, viperina, súcubo que fornica con mis partes, las diluye y las traga. Mi maldito líquido tragado, diluido, derramado para alimento de la bestia.
Sus fauces reclaman el sacrificio último, sus colmillos acuchillados, resbalando y babeando la pared.
Taladra mi cerebro. “No eres víctima, no eres verdugo”. ¿A qué juegas?
¿Por qué no desapareces? ¡Márchate!
¡Víctima o verdugo! No hay opción para la bestia. Utilízame, soy el verdugo. Y tú…, ¿mi víctima?
La sangre, manchas y lamparones de sangre espesa, cruentos rojos. Se relame viciosa la bestia, engulle, sedienta, la sangre. Por mis dedos, chorrea, la saboreo, espesa y dulzona.
La víctima, su cadáver, a mis pies, era joven; víctima o verdugo, sin opción. Reniego, el terror, cual verraco, no soy víctima. Esta yace, su sangre satisface a la alimaña. Otra noche, obligado. Es fácil, la víctima llora por su vida, pero no lucha. Llora mientras el hálito se le escapa. Y la sangre brota.
Clarea la noche, la bestia ahíta, babeante de sangre roja, me mira. Y se carcajea depravada, y chilla riendo. Rechina violenta:
“Nunca matarás a la bestia…, ¿verdad?”