Hace poco empecé a trabajar como ayudante de Rosario Frango, la famosa cocinera. Ella había entrevistado a muchos candidatos, todas mujeres, sin contratar a ninguna. No me hacía ilusiones. Mi expediente es normalito, pero creo que le gusté desde el principio, me hizo muchas preguntas y me invitó a comer. Era increíble la energía que emanaba su cuerpo frágil. Las primeras semanas fueron extraordinarias, me enseñó sus recetas, y hasta comentó que podría sustituirla cuando ella se retirara. Era un sueño. Un domingo me pidió que fuera a su casa. Allí nos miramos juntas frente al espejo. Aunque con los años se había encorvado, Rosario y yo teníamos la misma estatura.
Llenó una maleta de trajes de marca y me pidió que me los llevara a mi casa. Era increíble, pensaba yo, conectar así con una persona con esa diferencia de edad.
La semana pasada viajamos a Londres para conocer a su hermana, que escribe libros esotéricos. Estaban felices y reían como niñas a punto de hacer una travesura. En mi interior deseé llegar a su edad con esa alegría, sin miedo a la muerte.
Antes de cenar brindamos por la magia y por la vida. No recuerdo muy bien lo que sucedió después, me desperté en la habitación del hotel, mareada. Al día siguiente, en Madrid, tampoco descansé mucho. Por la tarde, Rosario apareció en mi apartamento, me hizo una infusión y se quedó hasta que me la tomé. No me sentó muy bien y pasé otra noche horrible, con pesadillas. Me levanté como pude y fui a trabajar. Rosario me hizo firmar un montón de papeles, llamó al notario y me dio firma en el banco. Si no me hubiera encontrado tan mal, hubiera sido el día más feliz de mi vida. Después me llevó a su casa, aunque hubiera preferido ir a la mía y dormir. De la cocina trajo dos vasos. Se bebió el suyo y me miró con una extraña sonrisa mientras yo bebía el mío. Empezaba a ver borroso cuando me llevó escaleras arriba a su habitación, percibía una extraña visión de mí. Desde la cama, sobre el embozo, veía mi mano sin reconocerla; estaba llena de manchas y de anillos que no recordaba. Quise gritar, pero mi cuerpo se sentó en la cama y empezó a dar saltos. Mi cara se acercó y me dijo con mi voz -¿Querías ser como yo? Pues todo tuyo: artritis, flebitis, piorrea, incontinencia, Parkinson... Tienes un par de años, como mucho, claro que tampoco te los envidio porque mi hermana te internará en una residencia. Ahora van a empezar tus trastornos de personalidad. Suerte que antes delegaste todo en una mujer sana con este cuerpo perfecto que tengo intención de disfrutar muchos años.
Y comenzó a zarandearme y a golpearme la cabeza con el cabecero de la cama hasta que perdí el sentido. Ahora hay una enfermera fuera hablando bajito con el médico, que no ha creído ni una palabra de lo que le he contado.