Mauricio llegó tarde en la noche, pero no pudo escapar al cordial saludo de su mujer, que lo besó en la mejilla y le dijo tres sílabas antes de ponerle la cena en la mesa. Él había insistido en varias ocasiones que no se molestara en preparar las comidas de la casa, pero ella, terca como era, siempre lo hacía. Derrotado, Mauricio se sentó en la mesa y tomó aquel potaje desabrido con la mirada fija en la pared del otro lado de la habitación.
Una vez hubo terminado, fue al baño y se puso el pijama. Había adquirido aquella costumbre unos meses atrás, cuando comenzó a sentirse incómodo desnudo en su propia habitación. Se cepilló los dientes con parsimonia, alargando los segundos con la esperanza de encontrarla dormida al llegar a la cama, pero no. Así no funcionaban las cosas para él; ella lo esperaba con una bata salpicada de flores, atenta a la televisión en la que un presentador comentaba las repercusiones del alza del dólar. Mauricio se acostó de costado, dándole la espalda y le dio las buenas noches, mientras apretaba los ojos para que la luz azul no entrara por sus pestañas.
El despertador lo asustó a las 6:30am y ella lo observaba. Era evidente que quería el abrazo matutino de rigor, así que se lo dio y ella lo besó. Mauricio recibió aquel beso con los ojos abiertos como platos: esto no aparecía en el manual de funcionamiento. Los brazos de ella lo aprisionaron con una emoción antinatural, y él supo que se había averiado. Pataleó un poco, hasta que la fuerza del abrazo derrotó a sus costillas. Sin embargo, a pesar de ir perdiendo el poco oxígeno que aún quedaba, él cerró los ojos. Recordó el día en que la vio en el aparador, con esa esperanza de plástico en la mirada, y se dejó llevar. Tal vez estaba bien morir enamorado de una máquina.