Tomó la agenda para apuntar algo.
La abrió por una parte ya escrita, lo que no era infrecuente. Adelantó hojas, pero vio que las páginas aún sin usar debían estar lejos del principio.
Sin embargo, era abril.
He cogido la del año pasado, pensó.
Guardaba las anteriores en el cajón y recordaba usar a veces alguna antigua para confirmar cualquier dato, y luego trastocarla con la vigente, dado el parecido externo. Se solucionaba enseguida recuperando la correcta.
Pero al mirar el año en la cubierta tuvo la sorpresa de leer el dígito en que sabía que se encontraba en aquel instante.
Lo miró dos veces, número a número, como un casi analfabeto. No evitó pensar que un lapsus estúpido le había jugado una mala pasada con la cifra.
No era así. El calendario de la pared repetía los mismos cuatro signos.
Con mayor tino volvió a abrir el librito y fue al mes y día en que estaba.
Veintidós de abril.
En efecto, allí andaban las tres o cuatro referencias proyectadas para la jornada. Días más tarde había otros planes que recordaba haber hecho.
Con mucho más cuidado siguió avanzando por las hojas del asombroso tiempo agazapado. Había alguna línea que también recordaba haber escrito. Junto a ellas, con su mismísima letra y tachaduras habituales, aparecían anotaciones sobre actos y personas que no recordaba haber puesto.
Casi todo eran nombres conocidos, aunque aparecían algunos que no, y varias observaciones que ignoraba a qué se referían.
Su desconcierto aumentó de tal manera que le ocultaba un paralelo ascenso del miedo.
Siguió leyendo a saltos hasta el fin del año, donde se compaginaban las lógicas actividades de tales fechas, entreveradas de nuevo con algún nombre desconocido o una cita incomprensible.
Miró alrededor. Tomó aire sin querer y se reafirmó en el presente. Vio la hora, la habitación, la mesa, los papeles, los libros, el flexo, el ordenador, la taza con café ya tibio…
Todo.
Escuchó el ruido de la calle. El rumor del mercado cercano, en horas de apertura.
Encendió la radio, que retransmitía en aquel instante noticias sobre un conocido conflicto de Oriente.
Supo que estaba absolutamente despierto. Respiró varias veces mirando a ningún sitio. Sintió vértigo.
Entonces abrió de golpe el cajón, donde guardaba las demás agendas. Había casi el doble de las que recordaba.
Con una mano que apenas controlaba avanzó por las de los increíbles años venideros. A punto de tocar la última sintió un trallazo en el pecho que le nubló la vista mientras un ciclón de fuego le bramaba en la cabeza.
Cuando, tres días más tarde, la policía forzó la puerta de la vivienda, avisada por un vecino quejoso porque la radio no cesaba de oírse, le encontraron desplomado y muerto sobre la mesa, con la mano caída sobre el cajón abierto y los dedos agarrotados sobre la última agenda del lote, cuyo año coincidía con el del calendario colgado en la pared. El año en el que lógicamente estaban.