Como todas las mañanas a las ocho menos diez, Adrián se despierta con el ruido de la puerta principal cerrándose y, sin llegar aún siquiera a entreabrir los párpados, escucha con atención mientras cuenta hacia atrás mentalmente.
«Cinco, cuatro, tres, dos, uno…»
Con la exactitud de un reloj atómico, la puerta del extremo final del pasillo se abre pesadamente. Sus padres ya se han marchado a trabajar y ha llegado el momento de que la abuela Marisa de inicio a su mecánica rutina matinal. Lo primero, una visita al baño. Todavía sumergido en difusas imágenes oníricas, el ya casi adolescente Adrián escucha el correr del agua del grifo, el abrir y cerrar de varios cajones y, por último, el vaciado de la cisterna.
Concluida esta primera etapa, la abuela regresa al pasillo y camina hacia la cocina arrastrando sus gastadas zapatillas de paño. Debido a las limitaciones físicas inherentes a su avanzada edad, emplea casi un minuto en recorrer un trayecto de pocos metros. Ya algo más despejado, Adrián permanece atento a los sutiles ruidos que rompen el silencio de la mañana en aquel apartado chalet de ciudad de provincias: el raspado del calzado de la anciana contra el suelo de toba, su ronca aunque casi inaudible respiración y algún que otro carraspeo.
Sin la presteza de años anteriores pero con igual determinación, la abuela Marisa alcanza su segundo objetivo del día. No tarda en arrancar una nueva sinfonía de sonidos domésticos, mucho más estentórea que la anterior, como si la mujer hubiese adquirido un renovado vigor al verse entre fogones. El chasquido de la goma del frigorífico da paso al rumor de la vieja tostadora, al que enseguida se suman el zumbido de la llama del quemador y las accidentales colisiones entre las diferentes piezas de la vajilla.
Regresada la calma, cuando todo apunta a que Adrián volverá a sumergirse en el mundo de los sueños, el aroma de las tostadas y la leche caliente le devuelven a las fronteras de la consciencia. Vuelve a contar.
«Cinco, cuatro, tres, dos, uno…»
De nuevo con perfecta precisión, la puerta del dormitorio se abre con un chirrido y Adrián escucha la traviesa risilla que le lleva acompañando desde su primera infancia, tan entrañable en las mañanas de primavera como odiosa los amaneceres invernales.
Pero algo ha cambiado. Su tonalidad es hoy distinta, fría, muy fría, de una frialdad casi metálica.
Ya sólo falta que la anciana se acerque y le cosquillee las plantas de los pies para que la liturgia matinal se complete. Así lo hace. Y Adrián advierte otra vez inquietantes alteraciones en su proceder. Sus ajadas manos no temblequean como de costumbre, y sus dedos parecen témpanos de hielo.
Es entonces, mientras la risilla y el cosquilleo prosiguen, cuando Adrián termina de despertar y el inmediato recuerdo que asalta su mente hace que todos los músculos de su cuerpo se contraigan de terror. De absoluto terror.
La abuela Marisa murió hace dos días.
Ayer la enterraron en el cementerio.