-¿Te espero en la placita? No sé cómo se llama, delante de Lamucca de Pez.
-Vale. A las seis allí. ¿Tu nombre?
-Me llamo Liana y espero, de verdad, que esta sea la última casa que veo.
-Ok, Li. Te explico. Ahora mismo en la habitación vive una mujer mayor. A las seis se va a misa, aquí cerca, en San Antonio de los Alemanes. Tendremos veinte minutos. No he cerrado ninguna visita hoy. Serás la primera y la última. Si te gusta es para ti.
Li. Nunca nadie le llama Li, salvo su padre y este desconocido que se presenta, a la hora convenida, con un manojo de llaves en una mano y una bolsa del supermercado en la otra. «Sígueme», le dice. «Estarás muerta, este calor...». No se aguanta, murmura ella, mientras pisa la escueta sombra del propietario, un hombre de unos sesenta años que renquea y suda a partes iguales y avanza por la calle con la mirada fija en el suelo.
Abre un portalón de madera, cruzan juntos el recibidor, un pasillo, el patio cubierto y, al fondo, bajando tres peldaños de escalera, el apartamento. «Es interior, pero ya verás…» -se justifica el casero.
La habitación está separada de la sala por una cortina de otomán verde. Entran. Liana siente un aleteo extraño en la penumbra y olor a heces y col hervida. «Lo podemos limpiar un poco antes de que te instales», explica el dueño, «pero el animal se tiene que quedar…». No se dirige a ella, paralizada por la náusea y un miedo impreciso, sino a un loro de plumas raídas, posado sobre un crucifijo de madera que ocupa medio habitáculo, junto a un catre cubierto de periódicos y un balde de agua sucia. «Te he traído tu comida, Kun». El pájaro revolotea agresivo y bascula sobre la cruz, emitiendo un graznido semejante a una risa humana, aguda, explosiva, fundida con el grito mudo de Liana, que intenta retroceder y salir. El hombre se interpone en su camino y le habla con voz de flauta.
«Kun es especial, ¿sabes? Come carne. Lleva años encerrado, por eso está ciego. Pero es bueno y no molesta… Y tú buscas un sitio. ¿Por qué no este? ¿Te gusta?» -concluye. Las pupilas de Liana abrazan la oscuridad y distingue, junto a la cama, jirones de ropa, zapatos, mechones de pelo y latas de conserva vacías. «El anuncio que te ha traído no lo explica pero… Espera… Viene ella…». Cruje una llave y entra la inquilina de la celda, con un séquito de moscas azules en la mirada. No es un sueño, piensa Li.
La anciana sonríe desde el dintel: «Reconozco esa angustia, pero no llores, hija. Vengo de rezar por tu alma, no te pasará nada…». Entonces empuja la puerta con el hombro derecho y, tras cerrarla, su boca sin dientes chilla desencajada: «¡Ahora, Kun..! ¡Comida..!». Afuera nada augura la noche y por la calle del Pez cruza apenas el ruido de una moto solitaria.