— Ana, me gustaría invitarla a una copa esta noche.
— No, no…no es necesario — ni me acuerdo de su nombre, esto me pasa a mí por abrazarme a cualquiera, pensé.
— Valentín Sánchez, la conocí en el curso de perfeccionamiento de técnicas forenses, ¡la admiro muchísimo!
— Ya, ya — lo interrumpí — soy un desastre para recordar nombres, lo siento, tutéame por favor.
Mentalmente anoté: copiarás cien veces “no me abrazaré al primero que pase cuando atropelle a un suicida que se tira a los coches”.
El parabrisas había quedado como una telaraña de cristales a dos centímetros de mi nariz, se había paralizado el tráfico de la avenida en hora punta, taxistas solidarios conmigo se ofrecían de testigos, la policía municipal había llegado antes que en las películas para tomar medidas y declaraciones, se habían llevado al loco en ambulancia, una chica histérica gritaba desde la acera “¡es culpa mía!”, un agente derrochaba empatía y me ordenaba “¡no llore!”... Y yo, tan ilesa como aturdida.
— Gracias por invitarme a este café, Valentín, me puse muy nerviosa, no me pasan estas cosas todos los días.
— Ha sido divertido verte tan descolocada, me alivia saber que eres humana, por eso me gustaría repetirlo con tranquilidad. Mañana es sábado, una sola copa, o un batido de frutas, lo que tú prefieras, Ana.
Cada vez que decía “Ana” me sentía como esos cándidos espectadores que se dejan hipnotizar en los programas de la tele, sonaba imperativo, como ese “duerme” que te hace entregar la voluntad. No quería pasar por desagradecida, ni por fácil, ni por creída, no sabía si negarme o aceptar pensando en cómo se lo tomaría el desconocido. Ni por un momento valoré si a mí me apetecía.
En aquel momento Valentín se levantó a saludar con confianza a una elegantísima mujer rubia que llevaba de la mano a una niña, él la tomó en sus brazos y se esforzaba por ser complacido.
— Dame un besito, Elena — Le acercaba la mejilla, Elena se resistía.
— ¿Te lo doy yo? — Valentín ponía morritos y la besaba.
— ¡Otro beso! — Y frunció de nuevo los labios ofreciendo una ternura inmensa. Mis ojos no podían apartarse de su boca lista para el beso.
— ¡Venga! ¡Un beso! — La niña juguetona le pegó un lametón en la mejilla. Se despidieron y volvió a la mesa.
— ¿Aquí a las nueve? — Escuché mi voz desde el trance.
— ¡Estupendo Ana! ¿más tranquila?¿quieres que llame a alguien?
— Yo haré las llamadas, estoy mejor, gracias. Llego tarde al hospital.
Luego, ya en casa, en la perpetua soledad de mi dormitorio, mientras me vestía de negro para la cita, trazaba el plan para añadir un trofeo más al tesoro que guardaba en la cámara mortuoria número 6 de mi morgue, donde tan feliz era y un capítulo más a mi libro Frankenstein o el hombre perfecto, los ojos de Angel, las manos de Beltrán, los rizos de Carlos…ahora la boca de Valentín.
Ya queda menos.