Un estremecimiento algo peculiar, hasta irónico el que haya adquirido esa vieja casa de horrores de mi infancia, los estímulos palpitan en mi mente al verla siempre igual, intacta con los sobresaltos del tiempo, estéril ante la mano humana. Me sentía reflejado en ella, íntimamente apacible ante su monumental aspecto siniestro.
Desde chico, solo podía caminar al margen de su sombra de sofocación y angustia, me decía a mí mismo que solo era una casa vieja, que no flaqueara ante esa pintoresca estructura, pero la realidad era, que el temor me devoraba por dentro, al señalarla desde la acera, alejada del resto de la residencia, con un jardín baldío y ventanales que parecían ojos de demonios.
Frente a ella me detenía, con mi sombrero de días invernales, señalaba, fijo, con mano firme e indefinible mis palabras al explicar que sentía al ver, desde una ventana un hombre de aspecto familiar, de cara misteriosa, pero con un aura flotante, de días idos en el tiempo y relegada expresión de muerte. Un chico valiente se podría decir, ante tal atemorizante sombra lóbrega, que hacia correr hasta el adulto más cuerdo, “allí no vive nadie, ¿Por qué ese hombre está en la ventana?” Se comentaba, se hablaba, y aun así, solo yo le daba desmarañada palabra de que la visión ante nosotros era la de un jadeante difunto.
Ya de adulto me pavoneo ante la penumbra del pasado, el tiempo ha transcurrido y por un consumo de nostalgia compre el pavoroso inmueble, me rio en su sala abierta, paredes desgarradas, escrupuloso diseño de siglos pasados. Como si pudiera derrotar un monstruo desde dentro, un fétido cuerpo inocente que es devorado por mí, a quien tanto tiempo atemorizo en desapacible silencio.
Al fin cae la noche, siendo yo un joven adulto, decido con fiereza ver por primera vez, desde dentro por los ventanales, que tanto horror me causaban al verlo desde afuera. Mi risa se volvió un trago frio de desesperación y mi cuerpo tembló ante un desmedido horror que no me dejaba moverme, en mi soberbia, en mi poco sumiso comportamiento, vi algo que me mostro lo anchuroso de la vida y lo delgado de la muerte, frente a mí, en la acera de mi hogar o mausoleo o retiro o lecho, estaba un niño, con sombrero invernal señalándome, con mano firme, en su mudez solo balbuceaba palabras que muy bien conocía, pasmado y asombrado, perverso y familiar.