Siembro melisas, como sabía hacer la abuela Alejandrina para olvidar a sus amantes luego de saber que sería madre. De ella lo aprendí y no sé cómo, yo no había nacido cuando ella murió, pero siempre vi los sembrados de esas plantas por el camino de la finca, a la sombra del cafetal y me gustaban. Ya de adolescente comprobé que la memoria tiene pliegues oscuros donde las melisas limpian el rastro, no de las cosas que pasan pero sí de cuánto duele lo que pasa.
En el jardín infantil donde trabajo ahora hay mucho espacio y pocas plantas, todo es nuevo, menos la casa, que sus nuevos dueños convirtieron en el palacio ideal para futuros reyes. Hay columpios, rodaderos bien cuidados, un carrusel azul cielo con caballos dorados. Tienen los niños padres y madres, algunos de ellos abnegados, otros apenas responsables de los costos, como Marcus, con niñeras lindas y pacientes. Ellos confían en la gente como yo, que canta dulce y jamás alza la voz a un pequeñito aunque no pueda soportar su llanto irritante y sus gestos altaneros de patrón insatisfecho. En este jardín hay muros altos, gruesos y un sótano que nadie más que yo ha visto, todavía. Está su puerta bajo una jardinera en que empecé a cultivar, hace dos meses, las melisas que me gustan y enredaderas que ya empiezan a alargar sus ramas. Allí me siento a esperar a la niñera que recoge a Marcus, cuando tarda después de la salida. Hoy no sólo tarda, me llama y dice que no llega, que dos meses de pagos incompletos y uno sin pago, esperando a que el papá vuelva, es demasiado. Renuncia a la paciencia y la lindura, que mire cómo resolvemos aquí porque no hay alguien en casa que se encargue. Pero hoy los demás, excepto el vigilante, se fueron muy temprano. Le pregunto a Marcus si sabe algo de su casa, pero él como siempre no sabe o no quiere hablar español, se queda mirándome y me abraza. Es liviano y chico para sus seis años pero siento que me asfixia. Lo desprendo de mí con urgencia y lo llevo hasta el columpio, lo empujo fuerte, escucho su risa nerviosa, veo sus hombros encogerse y sus piernas cortas estiradas hacia el cielo. Mientras tanto pienso que a Marcus le gusta jugar a esconderse y no le tiene miedo a estar a oscuras. Calculo cuánto tiempo necesito para llegar hasta la jardinera, empujarla un poco, levantar el sintético esponjoso que recubre la entrada al sótano, alzar la puerta pesada de madera y dejar al descubierto ese nuevo portal a la aventura. Marcus no lo va a despreciar cuando le haga bajar del columpio y con señas lo invite a un nuevo juego por el patio. Mido también el tiempo que tendré hasta la acostumbrada ronda del vigilante, cuando ya cerrado el portal deje al pequeño explorador libre entre las sombras, ahogándose su risa nerviosa en ese pozo de miel para oseznos espantados.