Por un momento pensé que me encontraba en la antigua casa familiar de Torrecilla del Campo en una de nuestras visitas navideñas: el frío se apoderaba de tus articulaciones, exceptuando los momentos en los que te preocupabas más por las arañas zancudas que se deslizaban desde el techo o por los eructos nocturnos del mobiliario del siglo pasado.
Me incorporé, aún adormecido, sin darme cuenta siquiera de que había dormido en el suelo.
El ambiente era húmedo y hediondo. Un aroma familiar a sudor y sangre trastocó mis sentidos.
¡Pero si es una cueva! ¡Si que la pillé gorda anoche!
La cabeza me iba a explotar; me agaché en busca de algún condón o evidencia que me ayudara a reconstruir los hechos; pero la silueta de una mujer se dibujó en la pedregosa pared.
De piernas cuarteadas y cuerpo raquítico, aquella mujer desnuda me dirigió una especie de reverencia y se sentó sobre una alfombra de piel de nutria. Cogió una piedra y empezó a machacar raíces, intentando disimular las miradas de terror que me proyectaba de reojo.
Me acerqué a ella para tranquilizarla, pero un ruido gutural me invadió la garganta y me impidió articular palabra. Confundido, miré mis manos ensangrentadas y me toqué una especie de arcos que brotaban de mi frente: ¿Qué son estas protuberancias?
GuruGú…
Las palabras se atascaban en mi boca y un hormigueo atravesaba los músculos de mi mandíbula prominente hasta taponarme los oídos.
La resignada mujer se metió las raíces machacadas en la boca y, haciendo una serie de ritual con las manos, se dejó caer al suelo mientras comenzaba a masticarlas.
El suelo de la cueva empezó a temblar y unos alaridos masculinos penetraron en mis sienes, taladrándome los nervios oculares.
Aquellos hombres primitivos emitían los mismos ruidos que mi mente intentaba bloquear en vano; alzaron el cuerpo inconsciente de la mujer envenenada y empezaron a desgarrar con los dientes la carne de sus pechos y costados.
La escena paralizó mi cuerpo durante unos instantes. Horrorizado, salí corriendo hacia la entrada, pero las arcadas y las náuseas parecían ralentizar el tiempo.
Un instinto primitivo me llevó directamente a un riachuelo; me agaché para beber agua, pero fueron mis ojos los que bloquearon los calambres cerebrales que achacaba a la resaca: la imagen mostraba un rostro deformado, con más dientes de la cuenta y restos de vísceras secas colgaban de una frente abultada.
GuruGú…
El olor de la sangre volvió a inundar mis fosas nasales y una especie de ácido invisible me impidió seguir contemplando mi reflejo en el agua… ding dong.
Nunca me había alegrado tanto de escuchar el antiguo reloj de pared que había heredado mi madre.
Corrí hacia el espejo del armario para comprobar que mis facciones seguían en su sitio.
Suspiré aliviado, justo antes de desplomarme. Parecía que una rata rabiosa estuviera intentando huir de un incendio desgarrando mis entrañas.
Quise gritar “mamá”; pero no lo recordaba:
GuruGú…