No puedo dormir. Doy vueltas en la cama. Las sábanas se convierten en trozos de papel arrugado, húmedo. Tengo frío y, al segundo siguiente, un calor repentino me hace sudar. Si me giro hacia el lado derecho, me duele el estómago. Si me recuesto sobre el izquierdo, siento el sonido de mi corazón como el de un viejo tambor de piel delicada, frágil; como si se fuera a parar de un momento a otro.
Me pongo boca arriba, mirando al techo en la oscuridad. Con los ojos abiertos. En esta postura siento una extraña y enorme opresión en el pecho. Es como si alguien, uno de esos demonios medievales, se sentara sobre mí e intentara, con su peso, impedir mi respiración.
¡No lo soporto!
Me levanto sin encender la luz y voy a la cocina. Necesito beber un poco de agua. Mi boca está seca, la lengua parece lija de grano grueso y siento en la garganta un sabor amargo. Procuro no hacer ruido.
La claridad que entra por la ventana es suficiente para permitirme coger un vaso y llenarlo en el grifo. El agua fresca me calma. Mientras bebo, miro hacia la calle. Todo está oscuro. Tal vez ya sean las tres de la madrugada o, a lo mejor, las cuatro…
No hay nadie. Solo la luz de una farola, redonda y blanca como una luna falsa, me permite distinguir la acera. De pronto lo veo. Es una aparición tan irreal que me hiela la sangre. Hay un perro negro y enorme frente a mi ventana. ¡Y me está mirando!
Me mira fijamente. Su mirada parece interrogarme o advertirme. No separa sus ojos de los míos. Estoy aterrada, pero no puedo alejarme de la ventana, no puedo dejar de mirar a ese animal imposible. Su cabeza es enorme, del tamaño de dos cabezas normales. Sus ojos, inteligentes y oscuros, tienen el fondo amarillo y brillan como los de los lobos en el bosque.
A pesar de que no se mueve, da la impresión de acercarse poco a poco. Mi casa está en el primer piso y su proximidad me resulta insoportable. Quiero gritar y abro la boca en un movimiento inútil.
El monstruo desaparece ante mis ojos.
Pero no siento alivio, porque lo que ocurre a continuación es más terrorífico e inexplicable: en el edificio de enfrente, todas las ventanas se iluminan a la vez con una tenue luminiscencia y en todas ellas se recortan unas siluetas alargadas, oscuras e idénticas. Una en cada ventana. Observándome.
Por fin puedo gritar. El grito escapa de mi boca como un borbotón de líquido.
Caigo como un fardo sobre el suelo de la cocina. Veo el vaso alejarse de mi mano. Cientos de esquirlas de cristal sobre un charco de agua y una sola gota de sangre, justo antes de oír como se abre la puerta de entrada.