Nuestro vehículo se accidentó cerca de un lugar llamado Ingmar. Nos dijeron que nunca nos detuviéramos allí, así que le pedí a Eliot que no se alejara. Cerca de medianoche, después de repararlo, debí ir por él. El aire estaba gélido, se hundía en mi piel como una navaja y, en el cielo, una luna excesivamente grande derramaba sobre la noche una curiosa luz espectral. «Maldito Eliot», pensé. Entonces, en el piso polvoriento, encontré su smartphone. ¿Cómo era posible? Apenas lo recogí, unas luces empezaron a acercarse. Sin entender la razón, me oculté. Eran mujeres, todas desnudas, de distintas edades, las que caminaban hacia donde estaba con velas encendidas. Observé que cada una se movía al unísono, recitando, a través de los labios cocidos con hilos gruesos, lo que parecía una oración. El filo de las piedras abría heridas en sus pies, por lo que dejaban trás de sí hileras de sangre viva. Sus ojos, o el lugar donde antes estuvieron, ahora huecos vacíos con astillas de madera clavadas en el centro, estaban fijos en la cumbre, donde un viejo edificio de ladrillos se alzaba solitario. Supe enseguida que tenía que abandonar Ingmar. Pero antes tenía que encontrar a Eliot.
Al llegar arriba se detuvieron frente a una cruz invertida, oxidada y ocre. Me puse a reguardo entre la vegetación, nervioso. ¿Dónde estás Eliot?, pregunté. Fue cuando lo descubrí. Sus manos y pies estaban atados al metal con alambres y su cabeza rozaba un ordenado montón de leña apilada. Se agitaba y, al hacerlo, las mujeres movían secretamente sus labios hasta formar una sonrisa. Una de ellas se adelantó. Los rezos se detuvieron. Era muy vieja, con la piel llena de surcos. Alargando el brazo, arrojó su vela contra los troncos. Las otras la siguieron. La madera crepitó con furia y violentas llamas naranja y azules se levantaron. Eliot agitó su cuerpo nuevamente con desespero. Pronto, el fuego envolvió su cabeza y se alzó. Un grito inaudible se ahogó en su garganta. Lo vi cerrar los ojos. Pero ninguno permaneció quieto bajo sus parpados; se derritieron, dejando en el cráneo que comenzaba a develarse, dos huecos negros.
Quise apartarme, huir. Pero, en ese instante, la tierra bajo Eliot comenzó a agrietarse. De su interior surgió una mano con los dedos abiertos al cielo nocturno. Unida a ésta se levantó del féretro donde yacía, un cuerpo de hueso y piel grisácea, amortajado con ropas antiguas. Desafiante y enérgico, el infernal cadáver se mezcló con las llamas y, como una bestia que no come en años, devoró la carne negra y quemada de Eliot. Al terminar aulló espantosamente de forma aguda. La cruz incendiada se derrumbó. Y docenas de cuervos y otras aves levantaron vuelo. Antes que éstas llenaran el cielo de sombras, el cadáver desapareció.
Cuando me volví para regresar, aterrorizado, las mujeres estaban ya a mí alrededor, cercándome. Una traía alambres. Y no muy lejos, un grupo de ellas levantaba sin esfuerzo la pesada cruz ennegrecida aun hirviente.