Mi dedo gordo del pie, aparte de ser enorme, quedó deformado gracias a un uñero mal curado en mi adolescencia. Esto le granjeó el apodo de Quasimodo entre mis amigos.
El trabajo desde casa me permitía el desaliño despreocupado en la imagen personal y además el uso continuado de la chancla durante todo el verano.
- ¡Enseña a Quasimodo!
Era una petición natural en mi grupo de amigos cuando traían a algún colega o un nuevo ligue. En este caso era Alicia, analista de sistemas. Después de las carcajadas de rigor siempre exageradas de los presentes Alicia apuntó a mi uña con un dedo casi esquelético. Silencio de todos. Una pequeña mancha. Infección micótica, dijo.
No le di importancia hasta que al final del verano la mancha se había extendido de manera considerable y teñía de marrón prácticamente media uña.
A la continua expansión de la supuesta infección se sumó un ligero cosquilleo que también se ampliaba con el paso del tiempo. La paranoia también crecía en mi cabeza así que me calcé las chanclas y fui a urgencias.
En una esquina un chico esperaba con la oreja ensangrentada. Me senté con la esperanza de que me enviaran a casa con una sonrisa condescendiente y una palmadita en la chepa. Entró una camilla con una señora que farfullaba todo tipo de insultos y improperios a los camilleros. La aparcaron al lado del baño.
Un enfermero gritó mi nombre.
- ¡Llevo aquí tres horas! ¡Tres horas! Berreaba el de la oreja que se la tapaba con la mano chorreando sangre.
Ni caso.
Casi en volandas me llevaron a un quirófano donde esperaban cinco médicos. Bata verde, mascarilla, luces encendidas. Intenté explicarles lo que me pasaba pero no hicieron caso. Dos enfermeros me aguantaron por los brazos y otros dos cirujanos las piernas mientras otro se agachaba ante mi pie. El cosquilleo se acentuó y se convirtió en un ligero dolor.
Bisturí en mano, cortó por debajo de mi uña, pude verlo todo, sin anestesia. Otro cirujano limpiaba la sangre. Con gran maestría separó la uña de la carne mientras una sustancia pegajosa los mantenía unidos. No tenía fuerzas ni para gritar. Algo quedó al descubierto bajo la uña. No podía ver bien, tenía lágrimas en los ojos y la lengua paralizada. Ya no sentía ni el dolor del corte. Solo el cosquilleo doloroso. Me fijé bien y vi en el hueco de mi pulgar amontonados lo que parecían unos huevos de insecto, larvas. Notaba sus latidos. Brillaban casi transparentes.
- ¿Esto qué coño es?
El del bisturí levantó la mirada y dirigiéndose a sus compañeros dijo:
- Llama. Ya están aquí.