De niño me gustaban mucho las iguanas, las amaba. Quería conocerlas mejor, la única manera de hacerlo era abriéndolas para ver cómo eran por dentro. Supe que ellas no tenían un corazón tan desarrollado como el humano. Eso me puso triste. Desde muy chico mi padre me dijo que yo tenía un gran corazón, pero yo quería ser como ellas, quería un corazón de reptil, uno pequeño. Me dijo que en el corazón estaban los sentimientos. Si quería ser como una iguana, tenía que sentir menos. Viví toda mi infancia tratando de sentir lo menos posible. No podía sentir el amor de mi padre, por ejemplo.
Al contarle a mi padre mi interés por las iguanas, sólo me dijo una cosa: “son de sangre fría, no se puede confiar en ellas”. En estudios posteriores descubrí que mi padre mentía, las iguanas no son de sangre fría, simplemente no tienen un sistema para regular su temperatura; si el ambiente es caliente, se calienta su sangre; si hace frío, se enfría. No entendía por qué mi padre decía que no se puede confiar en las iguanas, pero me quedaba claro que yo no podía confiar en él. No podía confiar en que realmente me amaba. Tenía que comprobarlo, tenía que ver si dentro de su corazón habían sentimientos.
No habían. A su favor puedo decir que su sangre estaba mucho más caliente que la de cualquier iguana que haya abierto. Él era la única persona a quien yo amaba, hasta que te conocí a ti. Desde que íbamos a la escuela, supe que te amaría. Todavía conservo tus lápices mordidos, entre otras cosas tuyas que he ido guardando a lo largo de los años. Me gusta cómo me ves, cómo me lees, con tanta atención, dejándote llevar como en un juego. Quiero conocerte mejor. Tienes la misma mirada que tenía mi padre cuando estaba a punto de abrirlo. ¿Será que tú también eres como mi padre, como las iguanas por dentro? ¿O tú sí tienes sentimientos? No temas, no te va a doler, te he dado un sedante. Todo será como en un sueño.