Hace días que se agotó la pila y el despertador dejó de sonar. Los mismos que Dexter lleva sin probar bocado. Dexter es mi gato. Apenas se aleja de mi lado y si lo hace regresa de inmediato. Es un buen animal, tierno, casi generoso.
Espera una caricia que no puedo darle. No comprende por qué no he abierto una lata de comida ni he llenado un bol con esas bolas comestibles que saco de una bolsa verde brillante. Sé que no queda agua en el cuenco que lleva su nombre. A veces Dexter se pierde en la cocina, busca sin encontrar y siempre regresa y me lame la mano y las mejillas. Intenta hacerse perdonar por haberme dejado sola. Tiene tanta sed que su lengua es áspera como el papel de lija. Creo oír cómo le rugen las tripas.
Dexter intenta que reaccione. ¡Que más quisiera yo! No consigo desplazar la mano, ni levantar la cabeza ni gritar. No sé ni si parpadeo. Solo que mi cuerpo no responde. No puedo hablar ni alargar la mano para coger el móvil y pedir ayuda. Aunque pudiera hacerlo a estas alturas ya no debe quedar batería. Estará muerto, como el despertador. Como lo estaremos mi gato y yo en unas horas.
Dexter camina sobre mis piernas, sobre mi vientre. Está inquieto. Ronronea cada vez más fuerte y mordisquea los dedos de mis pies. Da vueltas en torno a sí mismo, empuja mi brazo, tira de los dedos de mi mano, de las mangas del pijama, empuja mis brazos. No se rinde. Está desconcertado y muy, muy hambriento.
De vez en cuando se detiene y me mira fijamente. Como si me atravesara.
Siento miedo.
Se acerca a mi rostro. Roza con su lengua la punta de mi nariz. Sus dientes me arañan. Muerden. Apenas siento dolor. Solo espanto.
Baja despacio hasta mis labios. Tiene sangre en el morro.
Muerde, desgarra, arranca.
No puedo gritar ni alejarme. Tampoco puedo apartarlo.
El miedo es peor, mucho peor que la inmovilidad, peor que el hambre y que la desesperación.
Veo sangre también en sus patas delanteras. Mi sangre.
Se relame.
Dexter sube hasta mis ojos.
No creo que pueda soportarlo.