Cogh, cogh, cogh.
Hueso contra madera.
Su sonido apagado a lo lejos, llega hasta el oído del moribundo.
Él sabe que es la hora pero se niega a morir.
La puerta principal permanece atrancada por un pesado armario, y las ventanas están a rebosar de tablones clavados.
Nadie puede entrar ni salir.
Cogh, cogh, cogh.
El hombre nervioso, tiene cargada la escopeta, que reposa encima de una mesa enfrentada al armario.
Su última defensa.
El sudor empapa su frente y sus labios se mueven temblorosos balbuceando viejas oraciones.
La hora ha llegado.
Cogh, cogh, cogh.
El sonido ya le parece ensordecedor y empieza a alimentar el temor de que él mismo se ha encerrado en una ratonera.
Demasiado tarde para salir corriendo.
Las luces y sombras resultantes de la lumbre de unas velas, proyecta los miedos del moribundo y parece como si las mismas paredes se estremecieran y gritaran de terror.
Cogh, cogh, cogh.
El ruido llega al porche, pero ahora acompañado de un arrastrar de pies y arena mojada, y de un susurro que podría bien ser el de una mujer joven.
Por un momento el hombre es tentado de liberar la puerta y abrazarse a la mujer dueña de tan dulce voz, pero recupera su cordura a tiempo y empuña con fuerza la escopeta con las dos manos.
—¡Vete!
—¡Déjame vivir por Dios!
—¡Dame una semana más!
…
La respuesta es un silencio atronador que dura unos pocos segundos.
Entonces empieza a oírse el crujir de la madera de la puerta. No parece que se esté rompiendo, más bien se está pudriendo de una manera sumamente rápida.
La puerta ya no va a aguantar más.
Finalmente cede.
Al hombre le pueden los nervios y dispara contra las sombras que ya envuelven al armario atrancado.
Al ver que el armario sigue disolviéndose, carga otra vez la escopeta, no sin antes dejar caer algunos cartuchos por el camino.
El armario cae y una corriente de aire apaga de un plumazo todas las velas del salón.
El hombre dispara dos veces más a oscuras y va dando pasos hacia atrás hasta que toca con la pared.
Todo permanece oscuro.
Solo se oye la respiración acelerada del moribundo y se huele a pólvora y a humedad.
La temperatura baja rápidamente.
El hombre tiene la esperanza de haber abatido a quien ha venido a buscarlo, pero no es así.
Un farolillo se enciende e ilumina a quienes están en el salón.
Un hombre parecido a un mendigo lo observa tranquilo.
El farolillo lo sostiene en alto con una mano, y con la otra tiene empuñado un bastón.
En la parte superior del bastón cuelga una calavera de mujer con el pelo rubio que susurra al oído del mendigo.
—Acaba pronto amor mío, que no sufra más.
El mendigo se acerca al moribundo y le acaricia el rostro.
El cuerpo cae al suelo sin vida, mientras el repicar de la calavera contra la madera acompaña al mendigo cuando abandona el lugar.
Cogh, cogh, cogh.