Cuando Jerico llegó a la ciudad sin alma, su cuerpo se estremeció al presenciar aquel horror indefinible y absurdo. Su hija no podía enterarse de lo que le había pasado.
Callejones oscuros y pestilentes, por los que deambulaban rostros fríos e inertes parecían observarte pidiendo ayuda, inexpresivos como muñecos rotos, mostrando una decadencia que contrastaba notablemente con el bullicio incesante de las calles colindantes.
Y la mirada furtiva de perros abandonados, escuálidos y sucios, gimiendo lastimeramente.
En sus ojos tan solo veías desconfianza y miedo. Ni rastro del lazo o conexión con el ser humano, tan evidente y palpable en su instinto, desde hacía milenios.
Sencillamente, no reconocían a aquellos seres.
Estaba desesperado, debía encontrar a su hija antes de que la descubrieran aquellos seres. No podía permitir que sus deudas, contraídas por el juego, lastimaran a Linda. Tenía que localizarla y salir de aquel infierno cuanto antes
-Dios mío, no permitas que la encuentren. Desata tu furia sobre mí, pero no dejes que la encuentren.
La gente discutía y paseaba ausente; nadie miraba a nadie en aquella amalgama de seres estrafalarios.
El ritmo en aquella ciudad era distinto. Su latido no se correspondía con el nuestro. Emitía una frecuencia diferente.
Aquellos seres se movían de un lado a otro siguiendo unos pulsos magnéticos, eléctricos, inhumanos. Sus cuerpos actuaban como sus propias baterías, alimentando sus prótesis biónicas. Eran como bestias, sin un propósito definido salvo el de, quizás, sobrevivir un día más en el infierno.
Al fin la vio entre la muchedumbre, sucia y desaliñada. Sus ojos enmarcaban un rastro de dolor e incomprensión. Pero estaba viva y parecía sana.
- ¡Linda, cariño, papá está aquí! He venido a buscarte y llevarte a casa. ¡No tengas miedo, mi amor! - Gritaba Jerico, mientras hacía gestos con el brazo a su hija –
Jerico se movía torpemente, debido a las prótesis que le habían implantado. ¿Como podría explicarle aquello a su hija?
La niña se detuvo en medio de la plaza y alzó la voz, llamando a su padre. Los seres se percataron de aquello.
El cielo comenzó a tronar. La niña se sentó torpemente en el suelo y se levantó su pequeño vestido. Comenzó a desacoplar sus piernas protésicas, desde la cintura, con mucho esfuerzo.
El tumulto y el bullicio fueron dando paso al silencio. Un silencio sepulcral roto, tan solo, por el repiqueteo de las gotas de lluvia y los truenos en el cielo.
Una vez acabada la operación, levantó sus piernas con las manos, ofreciéndoselas a los soldados. Todos estaba inmóviles, no sabían cómo reaccionar. Uno de ellos salió de la formación. Era enorme y sus prótesis exageradamente desproporcionadas. Caminaba con esfuerzo, aproximándose a la niña que le sonreía. Cogió con sumo cuidado sus pequeñas piernas de metal y, emitiendo algún sonido gutural, asintió con la cabeza.
Arrastrándose sobre sus pequeños muñones, se dirigió hacia su padre, que había caído de rodillas al suelo, llorando desconsoladamente. Se abrazó a él diciéndole:
-No llores papa, ahora ya podemos irnos.