Su humo negro diluido en cenizas infectaba aquellas mentes sin tregua. No existía cura posible. Avanzaba sigiloso mezclándose con la niebla espesa que cubría la ciudad en aquella época del año. Sin previo aviso, te distorsionaba el sentido de la vista, te helaba los huesos y estremecía cada parte de tu cuerpo. Esos eran los primeros síntomas, los más inofensivos, porque después solo quedaba el final.
Te devoraba, aflorando todos tus miedos. No importaba cuál fuese, pues este se consumaba de la peor manera posible.
Meses atrás, nuestra vecina había sido carcomida por dentro por una plaga de mosquitos. No olvidaría el día que había mencionado su aversión hacia el verano por los insectos que esta estación traía consigo.
Recuerdo ahora el día en el que me cazó, como un pajarillo indefenso.
Me visitó una noche en mi habitación. Creo que se coló por mi ventana. Era tan opaco que se integraba con la oscuridad del ambiente pero la luz de la calle se reflejaba en él y me permitía ver su ondulante forma teñida de motas grisáceas.
No podía moverme, me había paralizado, o quizá fuera el pavor que sentía. El frío invadió cada fibra de mi ser, y la vista se me nubló un instante. Una mariposa negra se posó silenciosamente en la ventana y supe quién era. La muerte.
No vestía capa ni portaba guadaña pero era ella, efímera y puntual. Mi mayor temor era la muerte, ver morir a mis padres y después, morir sola, abrumada por aquella trágica silueta que esperaba tras el umbral.
Sin embargo, no acabó conmigo ese día. Me saludó, como una futura amiga, y salió volando. Pero la enfermedad ya estaba dentro de mí.
Mis padres desconocían lo sucedido, y en silencio, dejaba que aquella mariposa fúnebre revoloteara a mi alrededor los días oscuros.
Dos semanas después de inspirar aquel emponzoñado humo, el mortal lepidóptero acudió a mí por quinta vez. Ahora era más grande, con sus alas decrépitas invitándome a resguardarme bajo ellas de la lluvia.
Corrí hacia casa pero ella me esperaba allí. Sus antenas rozaron mis pestañas y las lágrimas se confundieron en mi rostro con las gotas de la noche. Me envolvió en sus cuatro velos negros y el humo contaminado brotó de mi boca.
Los cuerpos de mis padres respiraban tranquilos. Observé mis manos una vez más, anhelando que hubiera sido un sueño, uno de esos que parecen reales pero que tras varios minutos entumecida en la cama lograba despertar.
No era así esta vez. Las sombras rodeaban mis brazos y sabía lo que eso significaba. Posé las palmas de mis manos sobre sus rostros y noté su poder, mi nuevo poder. Los ojos de mis padres se abrieron temerosos, pero su desconcierto terminó con un simple y compasivo pensamiento.
Mis miedos se habían cumplido. La muerte había atrapado a mis padres, había presenciado su tránsito a la nada y ahora estaría a solas con la muerte toda la eternidad.
Su hedor me pertenecía.