Las luces se apagan y se encienden cortando la escena en retazos pavorosos. La miro con incredulidad y espanto. Es tan pequeña que esto no parece posible. Sus golpes son brutales, su fuerza sobrehumana, todo en ella es anormal y desquiciante. —¡Eh, cachas!, ¿has leído Mateo 18:6? ¡Sí, seguro que lo conoces! —me dice con una voz y una entonación burlona que no son suyas. —¿Crees poder nadar con tanto peso en el cuello?
Un fiero terremoto ondula violentamente el suelo bajo mis pies y un infernal zumbido satura mis oídos como mil moscardones. Un torbellino inexplicable emana de ella y tira las ventanas de par en par, exponiendo mis ojos al horror. La hermosa chiquilla muta a una figura siniestra con el pelo crispado, los ojos en blanco, la cara deforme y el cuello inflamado. Se carcajea entre horribles muecas mientras me insulta mezclando expresiones conocidas con una extraña lengua indescifrable. Su suave vocecita ha devenido en un espantoso rugido de ultratumba, grave y estentóreo, un rumor colectivo de voces macabras del mismísimo tártaro.
¿Cómo le pasa esto a una criatura tan angelical? Recuerdo cuando llegó al orfanato hace unos meses, ¡cuánto me enternecía su evidente necesidad de amor y protección!, ¡cómo me provocaba abrazarla! Es increíble que sea esa misma niña transfigurada en un ente monstruoso, la que me sentencia con su dedo índice mientras me maldice guturalmente. La profanación de su espíritu se evidencia en su cuerpo inmundo, que escurre orina y heces en un espectáculo grotesco.
No hay nadie más, pero escucho un rezo incomprensible, el barullo abrumador de una muchedumbre celebrando un rito desconocido. Ella me sonríe con malignidad y se queda inmóvil, hasta que de manera sorpresiva corre hacia la ventana y se lanza en una mortal caída de tres pisos.
La bulla que brotaba de la invisibilidad cesa abruptamente y la habitación se libera de las presencias y voces que la asediaban. Aún no siento alivio. No puedo ni quiero moverme pero debo intentarlo. Me arrastro con mucho dolor y esfuerzo hasta llegar a la ventana y me detengo, presa del pánico. Acopio valor y me asomo al borde para ver hacia abajo. La pequeña completamente desnuda yace exánime en el pavimento, quebrado el cuello, pálido el rostro angélico, sangrante la parte posterior de la cabeza. A su alrededor se expande una antelia escarlata que baña sus hermosos cabellos dorados.
Debí prestarle atención. Debí haber tomado en serio su ruego por auxilio cuando me contó que tenía visiones y escuchaba voces. Pero en lugar de ayudarla sucumbí a mis deseos carnales y quise poseerla. No imaginaba que su pequeño cuerpo de nínfula ya tenía dueño, habitada como estaba por esa fuerza demoníaca.
Estoy sangrando y tengo mucho frío. Desfallezco... estoy tan débil y agotado que los insistentes golpes en mi puerta me parecen lejanos, casi inaudibles. ¡Santo Dios, mi ropa! Debo cubrirme, estoy perdido...
—¡Padre, padre! ¿Qué ha sido todo ese ruido? ¿Está usted bien? ¡Vamos a entrar!