Los funerales de mi familia son famosos en la región. Apenas descubrimos que uno de los nuestros ha fallecido y ya corremos a su casa con cacerolas, delantales y espumaderas. Pronto las noticias se extienden y muy de mañana, los vecinos comienzan a mezclarse en las puertas. No abrimos de inmediato, les dejamos reposar en el jardín, macerarse en su impaciencia. Cuando están preparados les permitimos entrar y todos corren a presentar sus respetos, sí, pero también para disfrutar del convite. Pastel de carne, riñones al jerez, lengua estofada, todo marinado con barriles de nuestra cerveza. ¡Qué de alabanzas! ¡Cuantos halagos! Funerales de chuparse los dedos. Pero es que no hay nada que nos guste más que compartir con los vecinos un poquito de nuestra familia. En ocasiones, algún despistado pregunta si sería posible velar al difunto. Nosotros sonreímos, nos negamos, ofrecemos a cambio un plato de carrilleras. "No se preocupe. Él sabe que le llevan muy dentro".
Ya por la noche la casa cierra sus puertas. Los vecinos se retiran y nosotros, agotados y felices, volvemos a la cocina. En una olla cuecen los huesos, en otra, se espesa la sangre. Molemos los despojos, malteamos la cebada, aplastamos el grano. Cuando todo está listo hervimos la mezcla y la guardamos en un barril con el nombre del difunto. Y rezamos para que el próximo muerto se retrase, para que la cerveza madure antes de que llegue, ay, la próxima fiesta.