Logan era un filántropo. Le gustaba pensar que toda su vida giraba en torno a ayudar a los demás. También le gustaba pensar que por eso se había hecho psicólogo. Se había graduado siendo el mejor de su promoción en Harvard y había vuelto con un magnífico diploma a Madrid, que había colgado en medio de su sala de consultas.
Le maravillaba su profesión. Estaba en el lugar óptimo para observar la conducta humana. Sus pacientes le contaban sus problemas, sus logros, sus inquietudes… Y él ayudaba de buena gana. Todos sus clientes le interesaban. Sobre todo Jon.
Jon era lo que comúnmente se define como pardillo. No tenía mucha suerte en las amistades, le costaba adaptarse al trabajo y a menudo se aprovechaban de él. Pero Jon era un pardillo con suerte. Estaba saliendo con Lucía, la mujer más extraordinaria de la que Logan había oído hablar. Le gustaba la música más refinada, devoraba libros filosóficos y, según Jon, tenía un rostro esculpido por los mismísimos ángeles.
Lucía, sin embargo, había tenido un accidente de coche el año anterior. Un golpe dejó un daño irreversible en su lóbulo temporal y la mujer dejó de reconocer los rostros. Jon había caído en una depresión… ¡a pesar de estar prometidos!, y bebía sin cesar, agrediéndola a menudo.
¿Tenía a la mujer de la que Logan se había enamorado y no la cuidaba?
A Logan eso no le parecía bien. Él sí sabía la forma adecuada de cuidar a Lucía. Por eso lo tenía todo planeado. Aquel viernes, siguió a casa a Jon después de su sesión con él, y llamó al timbre de su puerta con una gran sonrisa en el rostro.
—Logan, ¡qué agradable sorpresa! —saludó Jon.
—Jon, amigo, ¡se me había olvidado darte mi regalo de Navidad en la consulta! Te he traído esta botella del mejor vino del año, según la revista esa.
Y era verdad. Era un vino extraordinario.
—Oh, Logan, ¡eres demasiado bueno! Ven, lo abriremos juntos.
—No sé si debería, Jon, tengo que volver a casa.
—Venga ya, es una copa. Ten, aquí tienes el sacacorchos.
Logan guiñó un ojo a su amigo. Porque era cierto, sus pacientes también eran sus amigos. Quitó el corcho a la botella y sirvió dos copas generosas, de las que dio una a Jon.
Jon sería un pardillo, pero tenía la buena costumbre de oler el vino. Una lástima que, mientras aspiraba el aroma, Logan se hubiera situado detrás de él y acertara con el sacacorchos en la yugular de su amigo.
El cuerpo de Jon se desplomó al suelo, haciendo un fuerte ruido y Logan soltó una carcajada. Todo había salido acorde al plan.
—Jon, ¿está todo bien? —llamó una voz desde la escalera.
Logan cerró la puerta detrás de sí y fue al encuentro de Lucía. Era tal y como la había imaginado.
—Sí, cariño, se me había caído una botella. Ahora la limpio.
—No pasa nada, cuéntame tu día —dijo, besándole.
Logan sonrió: no sospechaba nada.