Algo despertó a la pequeña mucho antes del alba, cuando aún distaban horas de ponerse el sol. Un grande y oscuro cuervo estaba posado sobre el alfeizar. La ventana estaba abierta y los ojos del animal la miraban con astuto interés.
De repente, sus negras alas se alargaron hasta convertirse en amplias extremidades, el pequeño cuerpecito se convulsionó y terminó expandiéndose hasta tener una amplitud de unos dos metros y de este surgieron unas piernas largas y torcidas. La niña lloró tan alto como le era posible, aún no sabía hablar.
—Qué pasa cariño, venga, duérmete—dijo con ternura su madre.
La niña trató de señalar hacia la ventana, pero el ser ya no se encontraba ahí.
Su madre le dio un beso en la frente, la arropó y se fue de nuevo hasta su habitación.
Pasados cinco minutos la figura de aquella criatura apareció en el umbral de su puerta. Se acercó a ella, le sonrió mostrando una larga hilera de oscuros y afilados dientes y volvió a transformarse para después salir de nuevo por la ventana.
Nadie vino a darle el biberón por la mañana.