Posada sobre la pizza de boletus una diminuta mosca me observa, casi irreal, mientras frota con parsimoniosa fruición sus patas delanteras.
Sólo en ese momento tomo conciencia de mí. Del ahora.
Me encuentro en una especie de restaurante de aspecto industrial, con grandes tuberías en el techo, suelo de madera y una columna central.
¿Cómo he llegado aquí?
El pequeño comedor está extrañamente vacío. Silencioso. Sus lámparas colgantes parecen retorcerse amenazadoramente hacia mí. Al fondo, dos grandes espejos que ocupan la pared de lado a lado me devuelven mi reflejo, que me resulta… confuso. Sólo hay un fantasmagórico hombre sentado al otro extremo, escribiendo en una pequeña libreta.
Aunque no repara en mí su visión me provoca un escalofrío en la columna.
Noto un persistente zumbido en la cabeza. Me hallo tumbado en el suelo frente a una pequeña mesa y un sillón granate. Casi oculto en una esquina. Tapado parcialmente por una cortina gris que baja del techo. Sobre mí destella un neón del cartel de los servicios.
Una sensación primaria, animal, me dice que algo va mal.
Noto un regusto amargo en la boca. Un sabor que no reconozco. Intento incorporarme pero mi cuerpo me traiciona. Me agarro a la cortina pero se desgarra y cede. Mis manos golpean la mesa y un vaso cae estallando en mil pedazos. Pero no oigo nada.
El hombre no se inmuta. Mi respiración se acelera y empiezo a sudar profusamente. Pruebo a llamarle pero no emito sonido alguno. Sacando fuerzas de flaqueza me arrastro hasta la mesa central, la más ancha.
Sólo entonces una chica de ojos claros y coleta azabache aparece y me agarra. Su sonrisa siniestra agita algo en mis entrañas.
Mi cabeza grita “huye”.
Empujo a la muchacha contra las sillas. A duras penas consigo que mis extrañas piernas me saquen del comedor. Subo unos escalones. Más allá, la barra y lo que parece la salida. Pero otra persona con camiseta negra se cruza interrumpiendo mi huída. Aferra mi garganta con manos de acero. Su mirada oscura me lleva a la angustia. Mi corazón percute salvajemente como un martillo hidráulico a punto de destrozar mi pecho. Sus alargados dedos, casi esqueléticos, aprietan. Más. Más. Mientras me arrastra de vuelta al comedor pataleo. El árbol navideño que decora el pasillo cae con sus bolas y guirnaldas. Intento gritar pero soy incapaz. No puedo respirar. No puedo pensar. Intento volar pero soy incapaz. Todo oscurece.
El sueño es recurrente. Siempre igual.
Despierto y sigo allí, pegada en el cristal. Observándolos anclados al suelo con sus pieles rosadas y lampiñas, sus extraños ojos y sus sonidos guturales. Por momentos me parece haber perdido media vida allí. Así que alzo el vuelo sobre sus miserias. Aleteo en mi magnificencia, dejando atrás el local, el Museo. Recorriendo la Calle Serrano mientras las personas restan allí abajo.
Me elevo hacia el cielo de Madrid donde la polución acompañará mis últimos instantes de vida. Cierro los ojos y dejo que la oscuridad me envuelva.