No vine al edificio por mi cuenta. Me trajeron. Nunca sospeché lo que iba a ocurrir.
Me trajo un novio que tuve. La construcción es de 1943, plena Guerra Mundial. Un hotel lujoso en medio
de la nada. Funcionó 20 años. Luego se convirtió en copropiedad.
Es raro, atractivo, tiene una “energía” especial. Como el castillo de Piria, el Pittamiglio, el Palacio Salvo,
o el Águila de Atlántida, dicen.
Forma una medialuna. Las habitaciones dan hacia un pasillo cóncavo, o convexo, depende del lado que se
esté. Situado en la esquina de una manzana triangular, mira esquivamente hacia la playa. Yo nunca sé las
coordenadas geográficas ni los puntos cardinales.
Vendí mi casa ciudadana y compré acá. A mi novio, presidente de la copropiedad, le hice una denuncia
policial por agresión. Le pusieron medidas restrictivas. Se retiró, dejando su monoambiente y su
presidencia. No lo vi más.
Los pasillos curvos están llenos de puertas iguales, siempre cerradas. Atravieso ese túnel preguntándome
si mi ex no saldrá con un cuchillo desde alguna puerta.
Leí “El resplandor”, de Stephen King. Vi la película hace mil años, pero quise descubrirle la técnica
narrativa.
Los hoteles son raros porque circula mucha gente. Ocurren crímenes que finalmente se olvidan. Pero la
energía queda allí atrapada.
Un buen observador detectará manchas de sangre en una pared, puertas baleadas, cuerpos estrangulados
que dejaron manchada la alfombra. Mi ex me contó de un vecino que murió electrocutado bajo una ducha.
Yo no noté nada raro. Solo me daba miedo bañarme.
Más allá de esto, el edificio es hermoso, con terrazas, glorietas, parrilleros, superficies de pasto bien
cortado, setos, juegos de jardín antiguos, árboles bellos, parecidos a gigantes protectores de intimidades,
bienes materiales, y habitantes del lugar.
Un invierno húmedo y frío, juntando licencias laborales habidas y por haber, me quedé metida en la cama
con libros, papeles, bolígrafos, y mi fiel computadora. Los días pasaban. Noté que no quería más que
dormir. Arranqué con los psicofármacos.
¡Y el baño! No había fuerza humana ni divina que me sacara de la cama para bañarme. Apenas iba al
supermercado cuando me moría de hambre.
Mi cuerpo sentía la falta de higiene. Mantenía limpias las partes más vulnerables a la transpiración y los
olores. Descubrí la sensación de no valer nada, de que el cuerpo estorba, de que la morbilidad va mucho
más allá del del cuerpo, abarcando psiquis, corazón y alma. La cabeza duele, el estómago se resiente, las
formas quedan achatadas.
Enceguecida, en un rapto de cordura salté del colchón y entré al baño. Abrí la lluvía y me congelé de frío.
En un rapto de locura, prendí el calefón. Una mano atavesó la pared por detrás del artefacto y éste cayó,
haciéndose ñicos arriba de mi cabeza y de mi mugre.
-Nunca te lo dije, idiota -dijo mi ex-. Aquél sí que era un buen muchacho. Yo sabía que si te hacía
comprar este apartamento, podría terminar contigo. Solo me requirió un poco de paciencia.