Avanzo lentamente por la angosta calleja. Pienso que la ausencia de ruidos tal vez debería preocuparme, pero respiro hondo y sigo adelante. La calle no es muy larga, creo, pero sí muy oscura. No hay nada que temer, me digo. Sin embargo, esa extraña sensación me persigue desde que salí de casa. Ese rumor que no cesa en mis entrañas, esa desazón…
Al fondo me parece ver una sombra. Demasiado grande para ser un gato. Demasiado silenciosa para ser un perro. Quizá sea solo un producto de mi imaginación. Miro hacia atrás por si aún hubiera una opción de retroceder, pero el principio del callejón queda fuera de mi campo visual. Me encuentro entre dos puntos igualmente difusos. Decido seguir avanzando, recorrer de una vez los cincuenta o sesenta metros que me separan del final.
Cada poco, voy encontrando una que otra puerta, a izquierda o derecha, nunca enfrentadas. Son puertas antiguas, que dan la impresión de no haberse abierto en mucho tiempo. Al mismo tiempo (aunque tal vez sea producto de mi propia congoja), parece como si de repente fueran a abrirse para arrojar a mi paso algo deforme y babeante, un armazón indefinido de músculos, nervios y carne amoratada, un olor fétido a cosa descompuesta.
Por eso camino con suma cautela. Atento a cada señal (no deseo hundir mis zapatos nuevos en un charco repugnante de vómito o algo peor) y alerta ante el menor movimiento en torno a mí. La oscuridad es más densa cuanto más me introduzco entre estas dos paredes que parecen ir cercándome a cada paso que doy. Muros levantados en tiempos pretéritos, cuando todavía creíamos en los hechizos y poseíamos la inocencia que después se nos arrebató de forma despiadada.
Ya no falta mucho, pienso. Tres o cuatro puertas más y habré llegado al final. De pronto me llega con nitidez el sonido de una respiración agitada. Miro sobresaltado a mi alrededor. Nada. El sonido ha cesado. Tal vez viniese de una ventana, una de esas ventanas elevadas que no puedo ver en medio de esta negrura.
La sombra antes entrevista ya no está. El camino parece despejado. Unos pasos más y saldré para siempre de esta inmunda calleja. Me vuelvo una vez más para comprobar que nada viene por detrás. Respiro aliviado. De repente, mi corazón empieza a latir a ritmo acelerado. Algo ha sucedido y no sé precisar qué. Todo parece normal y no obstante, siento que me ahogo. Intento dar un paso más pero mis piernas no obedecen. Noto, por primera vez, el calor en medio de esta noche gélida. Paralizado, a pocos metros de la salvación, viendo ya las luces mortecinas de los faroles de la plaza, con el corazón encogido, me asalta una duda: ¿Y si esas luces y esa plaza no fuesen sino una ilusión y, en realidad, esta inmunda calleja fuese infinita? Y ahí me quedo, esperando y rezando mientras la noche se va poblando de sonidos siniestros.