Cruje la madera y el temporal azota la ventana. Tiene el pulso acelerado y la ansiedad cerca su mente. Es una noche lenta, negra y silenciosa. Aprieta el interruptor y la lámpara parpadea, mientras el silencio es violado continuamente por el viento en las rendijas. Se mira en el espejo y observa cómo aquellos ojos vacíos, huecos, sin vida, le hipnotizan. Se acurruca en la cárcel que cobija el miedo y le invade la enorme grieta de la angustia, nota que las lágrimas amenazan con lacerar sus mejillas. En un instante cree adivinar a un ser sigiloso e invisible que repta por la negrura, agazapado en las tinieblas y moviéndose sigiloso. Siente que alguien respira su aliento, procesa su inquietud, y a continuación un áspero y gélido quejido le invita a quedarse inmóvil mientras lenguas regurgitando fuego lamen sus temblores.
Es un escenario siniestro creado por sus propios pensamientos. El sonido infernal de los oxidados goznes de la puerta envía a su mente el eco de una voz cavernosa que se perpetúa en la estancia. Un susurro sale de su boca mientras su corazón late desbocado
— ¿Quién eres?... ¡Qué quieres de mí!...
Solo recibe la respuesta de las campanadas del reloj que retumban en la noche y luego… el tictac inmisericorde. Nota que un líquido viscoso se desliza por sus sueños y cada esquina, cada recoveco de la habitación le conduce a un agujero negro y brumoso al tiempo que el temblor de sus piernas le impide huir de aquellas paredes que le miran.
—Eres una sombra que me vigila en la distancia…
Deja que su garganta atenazada exprese su deseo, y comprueba que la oscuridad se vuelve más tranquilizadora y aprende a ser su compañera. Ovillado en el sofá contempla sus uñas y piensa que son el primer síntoma de su decadencia física, pero enseguida regresa a las breves ensoñaciones que le devuelven al salón de techos abovedados, tenue luz y sombras figuradas. Es entonces cuando el estruendo de la tormenta rasga el silencio de la noche en mil pedazos y nota cómo fuertes latidos sacuden y vencen su cuerpo alertándole. Camina palpitando por un viejo río donde el mal se ahoga y deja escapar un mohín cansado, agónico, mientras el eco de su inquietud se eleva en negras espirales.
Pero, tejiendo un instante de quietud en el tiempo, consigue controlar el tono de su voz y dejar que las palabras salgan de su boca con un sonido razonable.
— ¡Ya sé quién eres!... Eres… mi soledad.