ESTACIONES
Fue durante la primera nevada cuando Filippo vio a su hija con vida. El invierno nunca había sido tan agresivo al norte de Italia. “¡Alessandra, cierra pronto la cerca y regresa rápido!”, le había gritado para que lo escuchara sobre el rugido del viento. Ambos vivían en una casa rodeada por un campo de olivos en la majestuosa soledad de las montañas al pie de los Alpes Suizos. De hecho, cuando las noticias de Europa alertaban sobre la creciente oleada de la “Peste de la Sangre”, Filippo y su hija no se inmutaron en absoluto. Seguro debía ser una exageración sobre el caos y la suciedad de las grandes ciudades como Marsella, Palermo y Nápoles. Pero la sangre es un misterioso río que desemboca hasta la última arteria. En cuestión de meses aquellos silenciosos bosques se inundaron de gritos y espanto. “¡Alessandra, Alessandra, por Dios, entra a la casa ya!”, aulló el viejo Filippo cuando le pareció ver cerca de su hija algunas siluetas desdibujadas por la ventisca. La niebla aclaró al cabo de unos minutos y ya no había nadie ante la puerta abierta. Filippo gritó el nombre de su hija mil veces y solo le respondió el eco cansado de las blancas montañas.
Las semanas pasaron y como cualquier día, el resignado padre salió de su casa armado con su pala de hierro. “Algo de langosta deben tener estos demonios... Se hartan de comer carne y beber sangre en el otoño, para poder esconderse entre la tierra – pensaba mientras buscaba las madrigueras que cavaban los muertos cerca de las raíces de los árboles –, y así regresar con la primavera. Bastardos, ojalá se quedaran enterrados ahí para siempre”. Sin embargo, Filippo era un curtido agricultor y comprendía que el campo exige disciplina. Apenas descubría la madriguera, la limpiaba de nieve, retiraba la tierra mustia y ahí fijo encontraba al muerto hibernando. Envuelto entre su pelambre como un inmenso feto. Entonces de un certero palazo le destrozaba el cráneo. Y con rapidez lo desenterraba para que la putrecina no agriara las raíces de los amados olivos que tanto le recordaban a su desaparecida hija. Ese era su ritual diario para que la nueva primavera no fuera tan sangrienta.
Ese día el sol brillaba glacial y algunas hojas de los pinos comenzaban a descongelarse, cosa que aumentaba los mayores miedos de Filippo. “¿Cuántos demonios duermen ahora mismo bajo estos kilómetros de nieve?” Era algo que lo inquietaba hasta en sueños. Pero cuando desenterró la última madriguera, se le escurrieron las lágrimas al ver la bufanda roja de Alessandra. Estaba doblada contra sí misma, como si fuera una momia. Despertó por un instante y lo miró con sus ojos vacíos. Abrió sin furia su boca y exhaló un vapor amargo. Entonces Filippo piadosamente la cubrió de tierra y luego de nieve, justo como él la cobijaba cuando ella era niña y hacía frío en mañanas como hoy.