Dania necesitaba un respiro, encontrarse a sí misma. Cogió su mochila con
algunas provisiones y salió de casa. Eran las doce, a esas horas la estación estaba
bastante concurrida. Un grupo charlando animadamente mientras otros se
apresuraban a subir al tren para dirigirse a sus diferentes lugares. El jefe de
estación daba el último silbato. En el interior, parecía como si el tiempo se hubiera
congelado, era igual que el del día de su inauguración en 1.912, fecha que rezaba al
pie de una fotografía de la época.
El tren se alejó del andén. Hileras de árboles desfilaban ante sus ojos,
viajeras nubes, daban paso a un impecable cielo azul.
Fue aminorando la marcha, se detuvo en un bucólico pueblecito de típicas
casas esparcidas por la colina. En la calle principal había un bar, algo bohemio su
terraza de cañizo había albergado una exposición de litografías.
A unos 5 kms. del pueblo empezaba el descenso hacia una rocosa cala de
cristalinas aguas. A lo lejos, se divisaba un claro con olivares, el lugar era idóneo
para acampar. Dania se sentó en un tronco, aspiró profundamente aquel aire puro, y
sin apenas darse cuenta se quedó dormida.
Estaba en un habitación similar a una sala de espera, había gente sentada,
esperando algo o a alguien. De pronto, un joven extraño se acercó a ella, y le dijo:
- Ahora, entrará la muerte, si pasa de largo sin mirarte nada te ocurrirá, pero si
te mira, deberás ir con ella -.
Poco después de haber pronunciado aquellas palabras, entró la muerte en la
estancia. Su aspecto era el de un cadavérico monje de gran estatura. El pánico se
apoderó de ella, la inmovilizó. Rogaba a Dios que la muerte no se girara, que no
advirtiera su presencia, justo cuando parecía que iba a pasar de largo, se giró. Una
espantosa mueca seguida de una infernal carcajada desencajó sus negros labios
Dania, presa del pánico se despertó. El hermoso paisaje que contempló poco antes
de quedarse dormida, era ahora lúgubre y gris. La suave brisa se había convertido
en una bruma gélida. Dania aún confusa por aquella espantosa pesadilla, reanudó su
camino. Divisó una pequeña cabaña, donde pudo resguardarse. La casa estaba
deshabitada, encontró un grueso tronco, encendió el fuego, el crepitar de las
llamas le recordó que el frío había calado sus huesos, una extraña sensación de
inquietud se alojó en su cuerpo. Dania ya no deseaba continuar. Aquella inquietante
escena parecía cada vez cobrar más fuerza en su mente.
Recogió su mochila dirigiéndose hacia el pueblo. Por fin, el tren entró en la
estación, notó un cierto alivio al subir al vagón, fue observando a los viajeros, tomó
asiento, algo llamó su atención. Permaneció sentada sin poder moverse, le
reconoció, era él, el chico que había visto en su sueño. El corazón le iba a mil,
¡estaba sentado a su lado! pero, no, no podía ser, su rostro, ¡Oh Dios! No era
posible, su rostro era... el de la muerte.