La noche, con una cómplice oscuridad, todo lo cubría. Miró. No había luna… estrellas. Chequeó su celular. Faltaba media hora para la media noche. Una brisa movía las ramas de los árboles como en una danza de un rito ancestral. Se percató de su soledad, ya la gente del poblado no recorría ese paraje, tránsito obligado entre aquel y la ciudad. En esas cavilaciones estaba, cuando apareció ante su vista una anciana desgarbada, a quien la malquerencia de los lugareños atribuía prácticas ligadas al ocultismo. Estaba agachada ante un centenario árbol y al advertir la presencia de él, le clavó una torva mirada y esbozó una sonrisa como una mueca. Él se sintió intimidado, experimentó la mirada de ella, como unos Rayos X. Tuvo miedo. Se dijo: - Seguro me rezó algún conjuro de los que la gente dice que urde contra gentes inocentes.
Desechó, avergonzado, el pensamiento y recomponiéndose, retomó su camino. Veía sombras que… parecían tener vida. Razonó: -Es normal. Estoy algo tenso. Pensó, con algo de sorna, cuán ridículos somos cuando tenemos miedo. Él era un hombre de ciencia, con una mentalidad lógica. Las supersticiones le parecían de gente ignorante. La caminata se le fue tornando angustiosa. Sudaba a chorros. Se quitó la sudadera. La exprimió como una naranja. La guardó en su morral. Tomó agua. Empezó a sentir tras de sí una presencia. Volteó. La aparición, al ser captada por él, se ocultó tras unos arbustos. Realizó un rápido escaneo del lugar, pero ya no estaba allí.
Recordó, entonces, los relatos de la abuela acerca de espantos femeninos que aparecen a los hombres parranderos y los seducen, dejándolos abandonados luego…
Fue, entonces, que cayó en cuenta de que era ese el lugar donde contaban sus mayores que hubo un entierro. Se decía que una noche sin luna – Como la que, hoy, el padecía: - un lugareño viejo y avaro, fue visto llevando: velas, azufre y una pala, que connotaban su intención de “sacar un entierro”. Nunca pudo probarse. No obstante, todos fueron testigos de cómo un viejo misérrimo pasó a ser un latifundista, dueño de propiedades en el pueblo y a residir en “un castillo”. Casó con una mujer ojos celestes, venida de Europa. Tuvo hijos educados en el exterior. Pero, finalmente, llamas acreedoras le cobraron una deuda no cancelada a su benefactor. Igual suerte corrían aquellos que se aventuraban a comprarles las tierras a los descendientes del viejo.
Volvió en sí. Estaba hiperventilándose, con el corazón acelerado. Súbitamente, una hermosa mujer se le acercó. Él se aterró: - ¿Qué hacía allí una mujer sola?- se preguntó -. Se desmayó.
Horas más tarde, despertó en la Emergencia del hospital, contando de una mujer bella y joven de un lado y vieja… fea, del otro, quien le reclamaba le entregara una piedra azul que de niño había sacado de un río aledaño. Era un exvoto que otro chico, como él, le había llevado a cambio de un favor.
¿Quién creería que un futuro doctor en filosofía podría afirmar tales cosas? ¡Cosas veredes, Sancho!