Lo que viene a continuación no pretende ser un relato de terror. Pido de antemano disculpas. Soy consciente de que el propósito de este espacio es compilar textos estremecedores, pero sólo quiero hacer una confesión, articulada desde el rigor y la verdad. Unos no me creerán y el resto dudará. Pero lo siguiente aconteció. Yo odio los eneros. Nunca me generaron simpatía. Glaciar y hostil, sentía que el primer mes del calendario jugaba conmigo, engendrando expectativas que acababan en espejismos. Pero desde aquel año me angustian. Ya saben, el pasado es lo único que nunca pasa. Habían quedado atrás las fiestas navideñas, aunque siempre quedan cenas rezagadas. Aquel viernes, Gema, mi mujer, se comprometió a acudir a una de ellas. Llegaría tarde. Yo, en cambio, regresé del trabajo antes de lo habitual. Recuerdo que me dispuse a coger el ascensor, pero acabé subiendo por la escalera de incendios. El elevador estaba estropeado. Aterido, accedí al sexto piso, me sacudí el frío y entré en casa. Tenía el estómago cerrado. El día me había dado más preocupaciones que alegrías por lo que, sin desvíos, me bebí un té y me metí en la cama.
Desconozco las horas que llevaba dormitando. La medición del tiempo huye de toda lógica cuando se trata del sueño. Pero la oí llegar. Solía quitarse los zapatos para no despertarme e iluminaba el pasillo con la luz de su teléfono móvil a modo de candil. Un día vas a levitar, bromeaba con ella. Sentí cómo se desprendía de la ropa, se sentaba en la cama y se envolvía con las sábanas. Era escarcha. El frío de aquel enero estaba siendo implacable. La abracé para abrigarla, ella me correspondió y, sin articular palabra, se colocó sobre mí. Hicimos el amor de un modo inédito, impetuoso, salvaje. Minutos después, quietud, vacío.
Me desperté a las diez de la mañana. Gema había dejado la cama hace rato pues su lado parecía estar bañado de rocío. Estará haciendo el desayuno, pensé. Pero la casa no olía a café. Mientras especulaba, alcancé mi móvil, en la mesilla. Encendí la pantalla y una mano invisible me anudó el estómago. “Cariño, al final me han dado las 05:00. Me ha dicho Lucía que me quede en su casa a dormir. Mañana hablamos. Te quiero”. Un latigazo helado me recorrió la espalda y me provocó ganas de vomitar. Giré rápidamente la cabeza al otro lado de la cama. El pulso se quedó paralizado. Aturdido y asustado, me metí rápido en la ducha. Agua hirviendo. Quería arrancarme la piel y esa pesadilla. Debió ser una pesadilla. Pero el pasado nunca pasa. Salí de la bañera, me senté unos segundos en el retrete con el albornoz puesto y al levantar la mirada la vi en el espejo. Delgada, marmórea, con el rostro hundido, un pelo lacio azabache cubriéndole los ojos y con la misma sonrisa cadavérica que ahora tiene detrás de ti.