Tumbado al sol, una brisa ligera recorría mi piel y me revolvía el cabello. Había encontrado aquella playa vagando sin rumbo en mi viejo todoterreno. Unas pocas personas descansaban, como yo, sobre toallas que las protegían de la arena ardiente. Un chiringuito anunciaba bebidas y frutos del mar. El grito de un niño me hizo abrir los párpados. Fue cuando la vi. Se había sentado a mi lado. Era muy blanca y rubia, y sus cabellos ondeaban libres, al igual que las puntas del pareo verde que envolvía su cuerpo, ceñido por el viento contra unos pechos audaces.
Eché una ojeada a mi alrededor. Un hombre me miraba como sin verme, adormilado —pensé— por el calor y el rumor del mar. Ella volvió hacia mí la cara y los hombros delicados, en un movimiento de lenta criatura pelágica. Sonrió apenas. Le devolví la sonrisa y dije cualquier cosa, pero no pareció entenderme. Me incorporé y la invité, por gestos, a tomar algo. Se levantó despacio y me tendió una mano, que enseguida tomé. Caminamos sin hablar; bajo el pareo veía apenas sus pies descalzos, que parecían disolverse entre las algas secas que se arremolinaban en nuestro camino. Un joven, sentado sobre ellas, me observaba. Había en sus ojos una mezcla de extravío y desesperación, pero no se movió y nada dijo al pasar por su lado.
Nos sentamos a una mesa. La chica se volvió hacia el mostrador, pero ya se acercaba una moza oscura de piel, cabello y mirada, con un plato de gambones colorados y dos bebidas inciertas. Una mujer joven observaba sus manos, abandonadas sobre una mesa vacía. Me dispuse a decir algo, pero mi acompañante había tomado ya un marisco y le quitaba la piel con breves tirones. Una súbita punzada en los costados me dejó petrificado, y cuando ella le desgajó las patas, mis piernas parecieron desvanecerse; las miré aterrado y allí seguían, pero inertes y sin tacto. La chica apretó entonces entre dos dedos el cuerpo de la gamba y, con la otra mano, empezó a doblarlo con lentitud para arrancarle la cabeza. La mía estalló en un dolor insoportable. Ella se llevó el trofeo a la boca y comenzó a succionar su contenido. Sentí que mi mente pugnaba por no ser desahuciada. Una pata colgaba aún del cuerpo mutilado del crustáceo. Miré mis brazos: el derecho se movía, lo podía sentir. De un manotazo exasperado aparté el animal. Una sangre inhumana, biliosa, brotó del labio roto de mi verduga, que sonrió con fastidio. Se levantó, corrió hacia el mar —desnuda, pues el aire arrebató su leve atuendo— y desapareció bajo las olas. Como pude alcancé los fragmentos del maltrecho cadáver y los junté en mi mano cerrada. Perdí el sentido. Despacio, la energía volvió a mis miembros y el orden a mi cabeza. Yo volvía a estar tumbado en la playa. Sin mirar, sin recoger nada, corrí hasta el coche, entre la duda y el espanto.