Tengo miedo. Tengo miedo porque ella está ahí fuera, y no deja de susurrar mi nombre. Es un nombre que ya no reconozco, un nombre que no comprendo, pero sé que antes me pertenecía. Ahora yo le pertenezco a ella.
Desde mi oscuridad siento cómo se va acercando, aunque tan lentamente que apenas oigo sus pasos. No tengo a dónde huir, pero al otro lado de la habitación está la ventana desde donde los otros se reflejan. No pueden verme, pero yo sí los veo, peinándose cada día, lavándose la cara y temiendo que al otro lado haya un fantasma que los siga con la mirada cada vez que se dan la vuelta. Tienen razón.
Antes era como ellos. Me aterraba mirarme al espejo porque pensaba que en cuanto me girase, mi reflejo se quedaría inmóvil, observándome con una sonrisa diabólica mientras salía del cuarto de baño. Ahora temo lo que hay más allá de ese otro lado del espejo, donde ahora me encuentro. Ahí fuera están las cosas bonitas, las personas amables, sus lindos muebles, el cielo azul y el viento que mece las hojas de los árboles. Aquí está la nada, el lado intermedio, la oscuridad absoluta, el frío, que no es frío, sino una completa ausencia de calor humano. Y más allá… lo inconcebible.
Allí es donde está Ella, y ahora me acecha. Desconozco cuántas horas, días o años llevo aquí encerrado. El tiempo es extraño en un lugar como este, donde el zumbido de los pensamientos aumenta hasta hacerte enloquecer.
Dios… Ahora está golpeando las paredes contra las que me apoyo. Mi corazón da un vuelco y me tropiezo con mis propias piernas para dar de bruces contra el suelo. Cuánta sutileza al caminar… cuánta delicadeza al murmurar mi nombre… o… mi no-nombre… Pero ahora está desquitándose con las paredes. Todo tiembla. Parece que mi habitáculo va a derrumbarse en cualquier momento, así que me alejo cuanto puedo, renqueando hacia atrás hasta que mi nuca topa con el cristal.
Fuera alguien se lava los dientes. Es un niño pequeño, con los ojos rojos por el cansancio, probablemente a punto de irse a la cama. Golpeo el cristal desde mi lado, pero él no se percata. Los temblores son ahora más brutales, su presencia está cerca, su aliento me lame la espalda en un escalofrío interminable y doloroso, casi puedo tocarla, casi puede tocarme.
Vuelvo a golpear el cristal y el niño alza la vista con la boca llena de pasta de dientes.
Es el momento.
Golpeo el cristal una tercera y última vez. Ocurre en un segundo. Ahora soy yo quien mira el espejo desde fuera. Veo mi reflejo: un niño con los ojos rojos por el cansancio y la boca llena de pasta de dientes. Sonrío. Me enjuago la boca y camino hacia la puerta para salir del baño. Antes de irme me doy la vuelta. El reflejo me imita, pero una grieta ha aparecido en el espejo.
Creo que me voy a la cama.