No me podía mover. Tras desvelarme a las tres de la madrugada quise cambiar de postura pero fui incapaz, una oscura silueta sobre mi cuerpo me lo impedía. Estaba paralizada. Con la ansiedad dominándome, y a pesar de ser plenamente consciente, no logré ni tan siquiera pestañear. La angustia me invadió. Aterrorizada, quise gritar para llamar a mi marido, cuya respiración escuchaba a escasos centímetros, pero no pude emitir sonido alguno. Enloquecí de puro pánico. El horror oprimió todo mi ser, tuve que soportar la imposibilidad de moverme por culpa de aquella inquietante sombra lo que creí fue una eternidad. Con la escasa luz que se filtraba por la ventana, aprecié con espanto que el perfil de aquella nube negra que me aprisionaba era el de mi padre, cuyo funeral había tenido lugar esa misma tarde. Mirándome fijamente y con una gran sonrisa en sus labios, hizo que casi me desmayase con el enorme estremecimiento que me produjo. Mi corazón comenzó a golpear contra las costillas como un animal salvaje lo haría contra los barrotes de una jaula, tratando de escapar. Sentí pavor. Por instinto quise apartarlo, pero mis extremidades no reaccionaban a las ordenes de mi cerebro. A punto de colapsar, decenas de pensamientos me asaltaron, miedos en su mayor parte. Atormentada por lo que pudiera llegar a hacerme, tuve la sensación de que la cabeza me iba a explotar, no conseguía asimilar lo que estaba ocurriendo. Lo observé impotente, rogando clemencia con la mirada. Las lágrimas manaron de mis ojos por el terror que sufrí. Aquella fue solo la primera vez. Su muerte me hizo millonaria, ya que el único nombre que aparecía en su testamento era el mío, pero no solo heredé su riqueza, puesto que cada noche desde aquel día me angustia con su maldita presencia, siempre a las tres en punto de la madrugada, la hora en que lo maté.