El horror acababa de comenzar.
Lo sabía por aquella luz cegadora, aquellos fulgurantes rayos de sol que se asomaban ladera arriba tiñendo de verde y tibieza todo el paisaje. Un amanecer donde no estaba solo; poco a poco, subían desde aquellos senderos ruidosos habitantes, emitiendo extraños ruidos. Correteaban y bailaban cogidos de las manos, entre estridentes cánticos festivos y ajenas cacofonías que identificó como risas.
Alejándose de aquella algarabía, encontró a otros personajes que descansaban en la tarde interminable junto a arroyos que rielaban con intermitente esplendor y un murmullo sosegado, formando el monótono acorde de la primavera; Junto a sus orillas, algunas parejas se hacían mil y una promesas de amor eterno y buenas intenciones, mientras celebraban el rito de la vida entre caricias y abrazos.
Huyó de la escena una vez más, encontrando en el crepúsculo carmesí a cientos de habitantes uniéndose junto a enormes hogueras que alejaban las sombras. Cientos de caras sonrientes, reflejando la luz del fuego, que danzaban y coreaban al unísono estridentes acordes de instrumentos musicales que marcaban un ritmo de fastuosa alegría, un ensordecedor ruido que aumentaba a cada carcajada. Carrusel que le iba rodeando con ojos brillantes de dicha y fulgurantes sonrisas, mientras sus pies iban marcando una acelerada danza que se aproximaba con brazos que buscaban estrecharle, echándosele encima irremisiblemente, cubriendo su menudo cuerpo, poco a poco, con lacerante cariño, hasta que ya no pudo ver nada...
Y cuando parecía que ya nunca podría escapar de aquella fiesta sin fin, abrió los ojos con un alarido entrecortado, rasgando el velo del sueño y devolviéndole, al fin, a la vigilia. Su lecho estaba sumido en la impenetrable oscuridad de la mitad de la noche, cuando parece que el día queda lejos y nunca va a llegar, una sensación que era acompañada de una atmósfera con un silencio tan quedo y anómalo que solo puede ser provocado por criaturas que aguardan en rincones, dentro de los armarios y debajo de la cama. Lentamente, se abrió paso entre el silencio el leve murmullo de seres ignominiosos que reptan, con uñas que rasgan el éter y hacen crujir la madera con pasos lentos y cuerpos que se arrastran a los pies de la cama.
Sabía que aquellos susurros, con mensajes ininteligibles donde apenas podía adivinar su propio nombre, no eran sino la evidencia de que ya no estaba solo en la habitación. En unos instantes, algunos gélidos dedos tirarían lentamente de sus sábanas. Probablemente ya le habían rodeado. El hedor a cosas muertas ya inundaba todo el ambiente. La noche sería eterna, y allí, consciente por fin de que había despertado, se regocijó en la placidez de las sombras. Como todos los niños, no tardó en olvidar los detalles de su pesadilla y, dejándose arrullar por el invisible coro que llenaba su alcoba, gritó feliz junto a los suyos.