Solo pensaba en dos cosas: dinero y mujeres. Sus palabras eran ratas que se colaban por mis oídos y me roían las entrañas. Un esmalte de usura recubría sus ojos, dos canicas blancas con el símbolo del dólar. A veces me preguntaba «¿Cómo te va?», pero era inútil gastar saliva con un incapacitado para interesarse por el prójimo. Su cerebro, impedido para la escucha, era un baile de cifras, quejas, cálculos y artimañas que apuntalaban su egocentrismo patológico.
Siempre hablaba de posibles escenarios donde el dinero le caía del cielo como una lluvia ácida que me abrasaba la piel. Procuraba no verlo, pero una serie limitada de personas y lugares nos hacía coincidir y las ratas, de una manera u otra, se las arreglaban para roerme las entrañas. Yo, sin blanca, con un oscuro porvenir y soportando aquel discurso de hipotecas pagadas y necesidades cubiertas, pleitos e indemnizaciones por cobrar, ahorros a plazo fijo y planes de pensiones. Bonanza para él y miseria para mí.
El usurero hablaba y hablaba y mi aversión no paraba de crecer, aunque a veces me invitara a una o dos cervezas mientras el Monstruo me ordenaba «¡Acaba con él!». Cumplí diecisiete años de condena, pero sigo sin lamentar haberlo acribillado a navajazos. Aquella sucia gusarapa pasó a mejor vida sin el peso de sus finanzas y bienes materiales.
El verdugo del usurero me sigue atormentando. Es una voz imperativa que se aloja en mi cabeza. Madre fue su segunda víctima. El Monstruo caviló, actuó, se armó de paciencia y se salió con la suya. Veneno para ratas a pequeñas dosis, el mismo método que usó madre para escapar de la tiranía de padre. Yo era pequeño, pero no tonto, sabía que el aderezo mortal estaba reservado para los platos del patriarca.
Bebo para olvidar y miro la tele. La silueta de mi culo se ha estampado en el tresillo de escay donde madre hacía ganchillo. Me alimento de conservas y patatas fritas. La mugre, ovillada en el suelo, perdió la esperanza de ser recogida. El polvo y el moho son la epidermis de la casa. Las cucarachas corretean, las arañas sonríen y las chinches proliferan en mi colchón.
En la planta de arriba sobrevive Champán. Hace meses que no recojo las cagadas que se acumulan en su pocilga y nunca lo saco a pasear. Las garrapatas, hinchadas, se lo beben a sorbos.
Salgo a la calle y deambulo sin rumbo. Un grupo de ancianos realiza la fotosíntesis en el patio de una residencia. La encargada de entretenerlos, alza la voz: «Consuelo, ¿a qué día estamos hoy?». «A miércoles», responde Consuelo. Estamos a jueves. El Monstruo pide sangre y me alejo angustiado. Augurio teñido de rojo frenesí.
De nuevo en casa, me pongo delante del espejo. ¿Qué porvenir me espera? La soledad, la vejez, la senectud, el culo manchado de mierda y orín. Sujeto con firmeza la navaja de afeitar y obedezco al Monstruo. Primero me ocuparé de Champán.