¡Ran rataplán!, ¡rataplan!
La tamborilada crece por entre las infinitas llanuras ocres, recorriendo la mente de una Marga cérvida y salvaje.
¡Oh, Manuel!: las promesas se cumplen (ya deberías de haberlo sabido).
Las cuentas no salen; el extracto del banco es certero: Manuel sacó lo poco que tenían para dárselo a una furcia de carnes prietas, ¡más que seguro!
Las suyas, las bonitas carnes de Marga, se descolgaron al morir María.
¡Ran rataplán!, ¡rataplan!
Y luego, Marga se ve purpúrea, al matiz del ocaso, sobre sus manos de sangre.
<> —le había dicho Manuel, veinte años atrás, pero… La existencia de Marga se centraba en las idas y venidas hasta la negra tumba de su hija.
¿Y Manuel? ¡No, Manuel, no! Manuel era hombre y llevaba el dolor a su manera…
¡Ran rataplán!, ¡rataplan!
Y Marga ya se veía experimentando el indescriptible espectáculo de la gran migración de los ñus hacia el Serengueti; sin importarle el camino —atestado de peligros— ni el sentido común de ir contra una muerte masiva, pues, lo importante era llegar. ¡Y Marga llegaría!
¿Y Manuel?...
¡Ran rataplán!, ¡rataplan!
Marga arrastró el cuerpo de Manuel, y lo metió —de lleno— en la bañera. Lo despedazaría y, por trozos, lo congelaría en el arcón. ¡Jamás lo encontrarían! Tampoco a ella. Pues Marga correría por las llanuras mostaza como un ñu más… como un baobab más… como un ave más… anegado su cuerpo con los cientos de porciones en pasta que corrían por sus tripas (atestadas de pastillas). Y así: ¡no tendría más hambre ni más sueño ni más frío! Y, sobre todo, y por encima de todo, no la alcanzarían las penas... Como un ñu más.
¿Y Manuel? ¿Qué pasaría con Manuel?
¡Boom! ¡Crac! ¡Chof!
El cuerpo de Manuel se veía tan pequeño frente al hachón.
¡Brazos, piernas, linfa y tabas!
El curso natural que debía seguir una vida sucia y vieja.
¡Ran rataplán!, ¡rataplan!
Entonces, Marga distinguió la cuartilla encarnada que sobresalía del bolsillo izquierdo de la chaqueta de Manuel, y que discurría —por la sangrienta loza— en presuroso avance hacia el desagüe. La detuvo con las manos (mustias y pegajosas) y, como si del desdibujado mensaje que en ella se encontrara, dependiera el equivalente estrato del destino —ya sentenciado—, la desdobló (sus labios temblorosos) para leer:
<>
<>—dijo una moribunda Marga.
Y desde la quebrada tráquea del troceado Manuel —acaso—, manó en borborigmo: <>