Observaba mi reflejo en la ventana del tren, sabía que era yo, no podía ser nadie más, el vagón a esas horas estaba completamente vacío; pero aún así me costaba reconocerme en la imagen que me devolvía el empañado cristal.
Nunca había sido un bellezón, pero mi rostro tenía algo que me hacía resultar atractiva a los que me miraban, no debían ser ni mis grandes ojos verdes ni mis pecas, pues seguían aquí conmigo, lo que sea que fuese ya no me acompañaba, se había marchado, me había dejado sola, tal vez los años, puede que los problemas, o tantos y tantos disgustos,... quién sabe, lo único que sabía con certeza es que ésa no era yo, aquella muerta en vida no podía ser yo.
Alejé bruscamente la vista de aquella tétrica imagen, no sabría explicar el porqué, sólo sé que algo dentro de mí me obligó a hacerlo. Mis ojos se dirigieron inmediatamente al final del vagón, tal vez porque no había un punto más lejano a mí, tal vez atraídos por el vaivén de unos papeles amontonados aleatoriamente, o no, en el último asiento.
Sin apenas darme cuenta mi cuerpo comenzó a seguir la dirección marcada por mis ojos, me levanté, dejando en mi asiento todas mis pertenencias, el bolso, el móvil, la bolsa del almuerzo y el poemario que desde hacía unos días me acompañaba; al llegar hasta aquel asiento un grito ensordecedor surgió de mi garganta terminando de helar mi sangre, aquellos papeles eran un manuscrito y su título resultaba terroríficamente premonitorio: "No saldrás con vida de este vagón".