Ella cerraba cada noche la puerta de su casa. Echaba tres cerrojos, uno por cada
año de vejaciones. Luego intentaba dormir.
Pasaron días, semanas, meses. Una noche, al fin, el sueño acudió misericordioso,
y ella se abandonó en sus brazos, creyendo que aquel roce sobre su boca eran los labios
del príncipe amado que con un dulce beso venía a rescatarla de su repetida muerte
cotidiana, de su terror al maltrato sempiterno.
Cuando abrió los ojos era demasiado tarde.
Los labios ebrios de alcohol ya se baten en retirada y la conocida manaza le tapa
la boca con fuerza. Estos ojos pardos bajo las cejas hirsutas no son los de un príncipe,
sino los del familiar rufián al que hace una eternidad ella amó, y que ahora, violando
cerrojos y prohibiciones, ha logrado llegar hasta su lecho para cumplir el designio
trazado en su mente enferma, hacerla desaparecer para siempre en una última vejación,
estampando el sello de su agrio beso.
¿Acaso es tan sólo el reducto agridulce de una pesadilla de madrugada que se
niega a abandonarme?...
El espejismo acaba anidando en mis pulmones detenidos, en mis ojos pasmados
que miran durante un instante eterno el techo de la habitación, porque ya no hay
príncipe ni rufián, tan sólo el vacío del sicario, que escapa amparado en la noche como
alimaña asesina.
¿Es a mí a quien miran los ojos sin vida de esa mujer que yace en la cama de un
triste dormitorio? ¿Son míos esos labios que descubro bellos en su frialdad recién
estrenada? Mis oídos acorchados alcanzan a escuchar un pitido electrónico al que nadie
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responde. Me aseguraron que esas pulseras eran infalibles, que podía dormir tranquila,
él nunca volvería a faltarme el respeto.
Mañana los informativos hablarán de un lamentable fallo humano. Seré un caso
nuevo, un número más en la lista del error y del horror. Mi nombre aparecerá aireado a
los cuatro vientos, y apenas las iniciales de él. Habrá declaraciones grandilocuentes y
manifestaciones de solidaridad. Pero yo ya no podré enterarme, porque mañana no
estaré aquí.
Mientras emprendo vuelo, me pregunto vagamente como fue aquel primer beso,
si tuvo algo que ver con este último, cuyo aroma ruin permanece ahí abajo, cada vez
más lejano, junto a mis sábanas revueltas y sucias, entremezclado con la saliva amarga y
los residuos de lo que fue, hasta el final, mi triste vida.