Un terrible silencio, roto por esa gota que repetidamente golpeaba el mugriento suelo, se apoderaba de aquel lugar. La oscuridad, abrazada al ambiente, no dejaba ver casi nada de lo que acontecía, sumiéndonos en una noche eterna casi deseable…
El sonido de las llaves, golpeando la ruidosa puerta, marcaba el inicio del esperpento. Nueve pasos descendiendo por esos malditos escalones, nueve seguidos de otros nueve, cumplían con la terrible rutina. Entonces lo notaba, bajaba de mi cintura para recorrer mi pierna hasta encharcar el suelo, miedo era una palabra banal para definir la inenarrable situación… Una cajita de música, maliciosa, le seguía escoltada por el sonido de aquella piedra que se deslizaba por el filo de hachas y cuchillos. Sus movimientos rudos y bruscos, junto a su intraducible lenguaje, caracterizaban esa montaña de carne…
Se abría una celda, gritos y alaridos de súplica rompían con la negra armonía. Llantos, inconsolables, inundaban aquella vieja estancia en torno a la que se situaban los seis habitáculos para condenados. Siempre a oscuras, hasta que llegado el momento, nos dejaban ver todo cuanto pasaba, como si se regocijasen con tener espectadores que, antes o después, sufrirían el mismo destino que la víctima situada en el altar, atada de pies y manos…
Todavía nadie me había explicado qué hacía yo en tan aciago lugar. Después de ver el final de tres de los que estaban allí, tampoco lo esperaba. Solo suplicaba a Dios que me dejara morir por causas naturales, que parase con su poder divino el palpitar de mi corazón…
Sin previo aviso se bajaba el cristal tintado de la puerta, iba a comenzar otro episodio tan dramático como los que había contemplado. El miedo, incluso, enmudecía a la presa quizá en su último e ingenuo intento de escapar a tan doloroso final…
Un terrible hachazo había sesgado su pierna a la altura de la rodilla, la sangre, como una fuente incesante, lo salpicaba todo; sus gritos, tan desgarradores como tétricos, se introducían en mi mente para no abandonarla jamás. Un cuchillo cortaba, de uno en uno, todos los dedos de su mano izquierda sin detenerse; sin pestañear, ante los llantos y súplicas de la mutilada víctima. Solo era el primer acto, un médico y el fuego se encargaban de cauterizar las heridas para mantener a la presa con vida, nadie terminaba muriendo hasta el tercer acto…
Sonaron las llaves y se cumplió paso a paso aquel ritual. Esta vez fue mi puerta la que se terminó abriendo. Me acurruqué, como pude, para negarme a salir ante aquella bestia. Un golpe en la cabeza del gigantón encapuchado terminó por llevar mi cuerpo hacia el altar de piedra. Mi final había llegado, solo esperaba que se equivocara y de un certero hachazo terminase con mi sufrimiento.
-¡Alto, policía!- sonó de una voz que parecía de un ángel. Dos disparos y el estruendo siguiente me dieron a entender que mi verdugo había fallecido.
Jamás conté a nadie que nos alimentábamos exclusivamente de carne.